10.11.07

El subconsciente y el consciente, el fondo azul, la conjetura y el olvido, la mancha de humedad y el lienzo de cara a la pared

Ya he hablado antes por ahí de mi afición por las frases al vuelo. Hay un clásico entre ellas. Hay, digo, un grupo de frases muy bien delimitado que me han acompañado a mí y a cualquiera toda la vida y que he descartado siempre de mi colección porque son invariables. No cambian. Una sería: “Te volverás a caer”. Otra: “Cuando lleguemos a casa, verás”. Pertenecen a la fraseología de las madres de España cuando se meten a vaticinar. Otras, como por ejemplo “Mira cómo te estás poniendo” o “¿No pensarás salir así a la calle?” las tenemos –quien más, quien menos- grabadas en el subconsciente, en el consciente y en el cero-al-cociente-y-paso-la-cifra-al-siguiente.

Las madres son seres mitológicos que han sobrevivido la edad de oro, la edad de plata, la edad de hierro y lo que les echen. Y todo porque son los llamados “pilares biológicos”. Nos parece que que sigan repitiendo incansablemente los mismos presagios, como un I Ching pasado de rosca o el oráculo de las sibilas, debe de ser el secreto de su pervivencia. Los padres, que –en el terreno exclusivamente biológico- pueden ser perfectamente substituidos por un buen frigorífico de –80ºC, no sé yo que tengan un fraseo equivalente. Repetirnos nos repetimos todos. Los unos a los otros y nosotros con respecto a quienes fuimos. Y sin embargo no recuerdo yo en mi colección de frases al vuelo ninguna que pudiera clasificarse bajo la etiqueta “Padre”. Con mucho gusto admitiré cualquier propuesta que desdiga mi experiencia.

Pues cuando le expliqué a mi madre que había escrito a un hijo del pintor que me retrató hace tantos años, me dijo: “Deja ya eso”. Y lo dijo abriendo las manos como si fuera la Pantoja o como si estuviera diciéndome: “Mira cómo te estás poniendo”. Eso que cuando me decía de verdad “Mira cómo te estás poniendo” ella era una cría comparado a quien yo soy ahora.
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Como diría un “yonky”, lo estoy dejando. Con todo, antes quise cerrar el tema sin dejarlo en Fondo azul e hice unas averiguaciones que voy a intentar resumir. Escribí en junio pasado a uno de los hijos de López Garabal, uno que es profesor de Historia del arte (creo) en la Universidad de Santiago de Compostela. José Manuel López atendió mi mensaje y su respuesta incluía además un anexo. El corazón me latía con fuerza cuando fui a abrirlo. Pero no era yo, Reproducía un cuadro de una jovencita en el muelle y era de cuerpo entero. El mío era de medio cuerpo.
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Después de cruzarnos un par de mensajes más, J.M.L. consultó a su hermana, que es la hija con quien el pintor vivía. Garabal murió el 9 de septiembre de 1981 a los pocos días de despedirnos. En resumidas cuentas lo que he conseguido averiguar es que cuando Garabal murió estaba pintando a otra joven en su finca de Gondelle. Y por lo tanto –aunque el cuadro de Gondelle quedó inacabado- el mío no fue su último retrato. Por otro lado, todo apunta a pensar que mi retrato lo dejó en Finisterre. Don Manuel tuvo que marchar precipitadamente hacia su casa en las afueras de Compostela. Reproduzco las palabras de J.M.L. pero lo hago en lenguaje indirecto por razones de elemental discreción: Es muy posible que Garabal se lo dejara a alguien allí en Finisterre. En tal caso la persona más probable sería Lourdes Muñoz, la fotógrafa, persona a la que él quería mucho, porque había una gran amistad con su familia desde los años 30, y además era su padrino de boda, por lo que no es extraño que se lo regalara como recuerdo. Desgraciadamente Lourdes está muerta, aunque su marido, Agustín, que tenía una zapatería en la plaza,  sigue vivo. Si no lo tuviera él, la otra posibilidad sería don Luciano, el párroco de Santa María de las Arenas y el dueño del Patronato donde fui retratada, aunque esto parece más raro. Desde luego, el cuadro no lo vendió y tuvo que dárselo a alguien en Finisterre. Aquél verano fue muy extraño, porque Garabal se quedó sólo pintando allí, lo que nunca había hecho desde que había quedado viudo en el año 1972 y luego volvió a Santiago precipitadamente porque el marido de su hija tenía que marcharse en un viaje a Madrid, y para que ella, con la que vivía, no se quedara sola en la finca que poseía en las cercanías de Santiago, con sus hijos pequeños y un tío, que aún era  mayor que el pintor. Y fue el pintor quien murió inesperadamente unos días después.
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De acuerdo con las sugerencias de J.M.L. seguí las dos pistas: la del viudo de la fotógrafa y la del párroco. Sucesivamente. Le confié la investigación a una amiga que vive en Finisterre, que por haber sido además muchos años corresponsal de prensa conoce el terreno y tiene mano izquierda. Supe que el viudo de Lourdes Muñoz se había vuelto a casar. Con otra viuda. En primera instancia supe que se conservaban intactos y en buen orden los clichés. Pero en definitiva a la hora de la verdad se disipó toda posibilidad real de comprobar si había alguno con la fotografía prometida. Despejada esta pista (o no), mi amiga se dirigió a la beata o monja profesa que me había presentado a Garabal el año 1981, Pilar. Pilar sigue al cuidado de los negocios de Don Luciano, que tendrá sus noventa años o hasta más. De Don Luciano sólo quiero decir que si me excomulgara –facultad que creo que ya no posee- me haría un favor porque me iría derecha al cielo. Pilar le contó a mi amiga lo que ya sabemos todos: que pintaba marinas, que veraneaba en Finisterre desde antes de la Guerra Civil, que el viudo de Lourdes contrajo segundas nupcias con una de la aldea cuyo marido se había muerto en el mar, que si patatín que si patatán. Y que hablase con la hija de Garabal, porque seguro que ella sabría. Así que la pista eclesiástica, por así llamarla, me devolvía al principio, como suele ocurrir con las gestiones mal llevadas y mal traídas .
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Recapitulando: Garabal no llevó el cuadro consigo a Santiago sino que lo dejó en Finisterre. Allí pudo dejarlo en el Patronato de Don Luciano, que es donde me había pintado, en un aula destartalada sobre la Riveira, o pudo dárselo a la fotógrafa puesto que había dicho que me enviaría un fotografía. En mi opinión el cuadro sigue en Finisterre. Todo lo demás pertenece al ámbito de las conjeturas. Ése que se acaba definiendo más por las propias suposiciones que por la realidad. El que escribe puede, si quiere, moldearla a su gusto y abocar sus frustraciones y colmar sus carencias. No digamos si el que escribe se deja llevar por la experiencia y saca conclusiones de lo poquito que sabe de economía eclesiástica, de la condición de viudo rural y en general del hermetismo asociado a estrategias paradójicas (“Excusatio non petita, accusatio manifesta”). Y si los que escriben, el que escribe, la que escribe, se dejan llevar por sus creencias, la cosa es mucho peor y encima es cursi.
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Y sin embargo, aunque la realidad y la verdad son matracas de diferente naturaleza, son cualquiera de las dos suficientemente crueles como para tener el cuadro de las narices abandonado contra una pared húmeda entre la Soneira y Xallas, en el Finisterre gallego. Crueles e indiferentes. ¿Qué más da? Cumplí yo con mi deber. Caso cerrado.

 Gertrude Stein con su retrato

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