"La liseuse" (Jean Honoré Fragonard, 1770-1772)
Ya
hace muchos muchos años, ante la inconsistencia del mundo, como Bartlebooth
ante la "incoherencia del mundo", me decidí por un proyecto
de vida perfectamente fútil además de inocuo. Percival Bartlebooth es
un personaje de George Pérec en La vie mode d’emploi. Nace el 1900
y empieza a tomar lecciones de acuarela a partir de los
veinticinco años. De 1925 a 1935 adquiere pues el dominio de una técnica que le
es del todo indiferente. Consagra, de acuerdo con el plan establecido, veinte
años exactos a dar la vuelta al mundo para pintar a razón de una marina cada 15
días. Las 500 marinas las va remitiendo una a una a Gaspard
Winckler, quien a su vez las va descomponiendo en rompecabezas de 750 piezas.
El proyecto de Bartlebooth de recomponer las 500 acuarelas en otros tantos 20
años, y de devolverlas a su forma original mediante una solución detersiva, se
trunca porque pierde la vista. Sólo consigue concluir 438 puzzles. Cuando está
a punto de completar el rompecabezas número 439, fallece sosteniendo entre sus
dedos la última pieza en forma de w. "El hueco negro e la única pieza no
colocada aún dibuja la figura casi perfecta de una x".
Se
reconocen en la historia de Bartlebooth elementos de Poe, Verne, Borges,
Cortázar y hasta de Manolito Gafotas. La vie, como El
carrer estret de Josep Pla o, más exactamente, como la
rúe del Percebe número 13 de Ibáñez, es un bloque de vecinos. El desenlace o
chasco final de uno de ellos no soporta un análisis estilístico. Por no decir
directamente que es una mierda. Es un elemento de típico narrador omnisciente
engreído. Pérec es una especie de Màrius Serra de la narrativa. Todo le cuadra.
Como a los tramposos. Hasta un mal contable sabe que todo
puede cuadrar porque está mal. Ahí se le ven a Pérec y a tutti quanti debilidades
de triunfadorzuelo. Me pasa con las novelas de Agatha Christie mucho menos de
la mitad. La novelista te distrae con dentistas, sombrereros y escalerillas de
barco irregulares, cuando el crimen en sí es un asesinato irrelevante y vulgar.
Las falsas pistas son tan cogidas por los pelos como la pista
correcta, pero todas son puro ritual de narrador demiúrgico. Christie no abusa
de su papel demiúrgico. No se identifica plenamente. Cuando yo era aún más
pequeña y jugábamos en la calle a médicos, tintorerías y cocinitas, alguien te
decía: "Ahora tú entras y me compras unos pimientos" (las piedras
eran el cambio y hasta había una puerta invisible que abrir). A nadie se le
ocurría salirse del guion y preguntar: "¿Me puede indicar si hay por aquí
cerca alguna panadería?" o "En la tienda de la esquina los tienen a
mejor precio". Si alguien se salía del guion era para decir en todo caso
"Me voy a merendar" o "¿Ahora porqué no jugamos a
princesas?" Tuvimos una racha prodigiosa inspirada en el Conde de
Montecristo televisivo. Puro teatro. Había hasta caballos.
Lo
curioso es que a veces el común considera precisamente literario por
antonomasia lo que enaltece la ficción y el ritual, la lección ejemplar,
lo que lleva muchos rodeos dilatorios de falsa apariencia heterodiegética o de
distracción, lo que culmina en una frase de escalofrío o muy sentida. A mi
entender, el final que le dio Pérec a Bartlebooth es vil. Cuando alguien tiene
el humor de sentarse ante un puzzle de 750 piezas y hasta de menos -sea
"Les hasards heureux de l’escarpolette" (o "El columpio")
de Fragonard, sea el retrato de Mao por Warhol- teme indefectiblemente que vaya
a faltar ni que sea una pieza. Que la envasadora número 22 se haya vengado de
todos los desprecios y palabras ásperas recibidas en el envasado de un
rompecabezas puede pasar y pasa. Sí. ¿Y qué?
Mi
plan de futilidad prevé todo eso y no vivir bajo la presión del éxito ni con la
desazón de no tener la razón (especialmente ante según quien).
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