9.1.10

FRS 635



- Oh ! ne les faites pas lever ! C’est le naufrage…
Ils surgissent, grondant comme des chats giflés,
Ouvrant lentement leurs omoplates, ô rage !
Tout leur pantalon bouffe à leurs reins boursouflés.
A. Rimbaud, Les assis.

El Ford Thunderbird azul nácar con el que Thelma y Louise se estrellan en la película homónima (“Thelma and Louise”, Ridley Scott, 1991) está en el elenco de los coches de las series de TV y películas que reúne la BBC desde el año 2003. Está el Ford Gran Torino de Starsky y Hutch (Starsky and Hutch 537-ONN 1976 Ford Gran Torino 460-V8 Dave Starsky) y no está el de Clint Eastwood (“Gran Torino”, Clint Eastwood, 2008). El Ford Thunderbird de 1966 FRS 635 de la fotografía por lo tanto podría ser el de Thelma y Louise con el que se despeñan en Utah en la famosa escena final, puesto que es idéntico.
Por cierto, hablando de finales, qué lástima que “El secreto de sus ojos” (J. J. Campanella, 2009) tenga un desenlace tan desacertado. Veo que casi toda la crítica coincide en este punto, sobre todo después de estar de acuerdo en que parece bastante natural que un asesino se “rehabilite” como guardaespaldas matón peronista. Yo además añadiría que el final de la historia entre Ricardo Darín/Benjamín Expósito y Soledad Villamil/Irene Menéndez Hastings tampoco es verosímil, pero está claro que los que hacen las películas les dan el final que les gusta y ya está. No me extiendo más en este punto, puesto que  no les quisiera revelar y chafar el final de “El secreto de sus ojos” a quienes no la hayan visto aún y que no deben dejar de ver aunque nada más sea por los diálogos y por el personaje interpretado por Guillermo Francella (“Pablo Sandoval”, un asistente del agente federal de justicia).
No es que una sea mucho de coches, que no lo es, más bien todo lo contrario y mucho más allá aún que Agustín García Calvo y el más pintado. Y sin embargo, me pasa como con los perros y con los niños, cuando algunos de ellos tratados particularmente son capaces de despertar en mí hasta cariño. Y es que todo es defendible a la que nos bajamos a la anécdota y vamos a lo concreto. Y sé que mucha gente cuando se sienta al volante se transforma.
Los únicos referentes literarios que tengo ahora en mente acerca de los asientos y las sillas son:
1)    el poema “Les assis”, de Arthur Rimbaud, claro, no iba a ser del Marqués de Santillana; y,
2)    una referencia de Chesterton en su Autobiografía: “El objetivo de la vida artística y espiritual era excavar hasta encontrar aquel enterrado amanecer de asombro; de esa forma, un hombre sentado en una silla podía de repente ser consciente de que estaba vivo y ser feliz”.
Y sin embargo, ahora que pienso, servidora cuando más escribe, mentalmente, está claro, es cuando camina. Si consiguiera escribir en la piscina nadaría más, pero en cuanto llevo unas cuantas vueltas sin que pase nada… No ya un barco o un buzo, por supuesto; algo. Algo de lo que ocurre incluso si camino por un páramo o un no-sitio, cualquier cosa. En la piscina no pasa nada o si pasa algo es que te das un cabezazo contra el final o que pasa otro nadador nada grácil. Un cachalote amamelucado. Así que se tiene uno que entretener con el sonido borboteante de la propia respiración, recreándose en esa intimidad amniótica, con pensamientos repetitivos o con los dibujillos monótonos que forma la luz con los reflejos acuáticos en el fondo del suelo. A veces, si tengo que decir la verdad y toda la verdad, me imagino que me hundí con el Titanic o el Poseidón y así la cosa tiene más emoción. El último trago. Dejará el amor de ser un tema literario, tal y como lo conocemos, la muerte nunca.
Como yo no conduzco no tengo la menor idea de qué es lo que les pasa por la cabeza a los conductores, pero sé que hay algo especial y que tiene que ver con el deslizamiento, un trance, la libertad (que no la independencia),  no sé. Les veo que entornan a veces los ojos como derviches giróvagos, aunque sólo sea para culminar la higiene de la nariz  que no hicieron en las abluciones matutinas. La sensación del conductor de asiento de utilitario no tiene nada que ver con la sensación de estar en una silla de esas en que ponen a los niños para comer, la trona. Una silla como de linier de tenis o socorrista de playa del Pacífico. La palabra se las trae. Lo que pasa es que ya estamos acostumbrados y  no nos hace ni la mitad de efecto que nos tendría que hacer. “Trona”.
La silla eléctrica sin embargo no suena ni la mitad de mal de lo que suena la silla de tortura o la silla del ginecólogo, la de parir, la del dentista, o aquellas sillas con palangana ajustable de los enfermos que no se valen, o las que se usan para las exploraciones e intervenciones qirúrgicas rectales en postura prona genupectoral. De hecho, en nuestro país si vemos en “Segunda mano” una silla eléctrica, es seguro que se trata de una silla para tetraplégico o discapacitado. Hay que ver lo que va de una sillería de coro catedralicio a una sillita de cocina tapizada con escay blanco, del coro al caño y del caño al coro. Ya sabemos que las sillas de las salas de espera y especialmente las de algunos aeropuertos, como las del JFK de una de las terminales de la película de Tom Hanks (“The terminal”, Steven Spielberg, 2004) son muchas veces incomportables. Vamos a decir “incomportables” para tener la fiesta en paz.
A pesar de los esfuerzos que se han hecho para dignificar las sillas agrupadas y hasta las apilables (por ejemplo con el modelo famoso de  Arne Jacobsen), las de los cursillos de formación continuada o las de las cafeterías sin pretensiones, hay sillas en las que es imposible descansar o mantener una postura más o menos estable. Hay algunas sillas de diseño ergonómico ante las cuales incluso es posible que  no sepamos ver de qué lado está el asiento. Una silla que antes se veía en muchas antesalas de edificios oficiales era la Wassily, o B3 chair de Marcel Breuer aunque lleve el nombre de Kandinsky. Para “espacios diáfanos”, ideal (?). Y dentro del movimiento Bauhaus también es muy recurrente el modelo Barcelona MR90 con su otomana. La otomana es lo contrario de un reclinatorio. El mundo del rattan, el bambú y el mimbre nos dejó la famosa carátula del disco de Julio Iglesias, imposible de olvidar. Y es que el mobiliario de jardín, con aquellas incomodísimas sillas de hierro donde retorcerse de dolor y no poder leer ni una necrológica, ha pasado de los resabios rococós en aluminio imitando forja o fundición a la teka que extermina las reservas de Indonesia y que da un toque progresista scuppy étnico al balconcito. Me extraña que la última vez que estuve en París aún se vieran las típicas sillas cannées  drucker. ¿No se les pudrirán? Al parecer, de entre todas las sillas “bistrot”, la más vendida es la Thonet 214 o Kaffeehausstuhl Nr. 14, cuyo modelo cumplió 150 años el 2009. No acabaríamos nunca, porque las sillas Tiffany y la Versailles, nos llevarían a los tresillos isabelinos, las sillas Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI. Luis XVII no ha habido. Yo no sé si nuestra típica silla de enea es exclusiva de nuestro país, o si es común a todo el Mediterráneo.
A todo le llamamos silla, a la Ovalia como de Space 1999 y a la Fabergé Imperial, que tiene hasta como un cajón. Como diría Lope de Vega, “burla burlando van los tres delante”, y nos hemos quedado en las sillas y no hemos visto los  sillines de prevención de prostatismos.No vimos ni  las poltronas orejeras, ni  los escaños, ni  las cátedras, ni  las sesiones de fotos previas a las recepciones diplomáticas, ni a las sillitas de los traductores simultáneos. Ni sofases ni bisteses ni casi nada hemos visto. ¿Y los confidentes o sillones “tú y yo”?, ¿las chaise longues y los faladoiros? Es el cuento de nunca acabar. Lo que no me puedo estar de decir es que lo que sí que no me gusta pero que nada son esos sofás donde parece que puedes encontrar de todo (desde un bolígrafo hasta una palomita de maíz), como si fuera un camping.

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