6.8.11

Tontos, tantos y tanteos





a sabía que las subastas tienen algo triste. Más allá de su historia, que se remonta por supuesto a Babilonia y a las ofertas públicas de mujeres casaderas, tuvo un momento álgido en Roma cuando se confiscaban los bienes de patricios caídos en desgracia tras falsas delaciones varias. Parece ser que en las subastas mesopotámicas se mostraban en primer lugar las mujeres más valiosas o aquellas que la naturaleza había agraciado con mayores dotes. En el acto se iba descendiendo hasta las que estaban menos dotadas. El orden, tanto si es ascendente como si es descendente, siempre obedece a algún motivo y cuando este se desconoce o se ignora da desconcierto.

En la típica subasta a la inglesa las ofertas van pujando hasta que se escala a un precio máximo que nadie mejora. Es justo a la inversa de lo que ocurre en una subasta de pescado, donde el precio que se ofrece va bajando hasta que alguien acepta una cifra y por lo tanto detiene la ocasión de otro postor. Más aún de lo que va entre una subasta de la talla de un niño Jesús de Malinas del siglo XIV y una buena docena de jureles o de tiburones gatos melgachos, sorprende lo que puede ir de una subasta a la inglesa a una subasta a la baja. La cuestión es que los jureles boquean y morigeran bajo un panel trepidante de leds cuando las mercancías de segunda mano reviven ante la mirada indiscreta pero también displicente de los tanteatores.

Pocas veces llegamos  conocer los avatares de una pieza, a no ser que el precio de salida sea considerable. Algunos catálogos se alejan del típico amontonamiento de los materiales comisados como en comisaría o del aire de los almacenes de las casas de empeño o de objetos perdidos. Optan por el detalle y realce de las naturalezas muertas porque intentan no recordarnos el verdín de los tesoros de la cueva de Aladino ni el pudor de un expolio.

Estatua del Neues Museum de Berlín
El año 2001 Butterfly Auctioners, una compañía del gigante eBay, puso en subasta cinco fotos de la serie “Red velvet” que Tom Kelley hizo a Marilyn Monroe. El precio de partida fue de 700.000 dólares. Recientemente salieron a subasta con un precio de salida de 80.000 euros las cinco páginas de la partitura de “Recuerdos de la Alhambra”, escritas por Tárrega en Málaga. Nadie pujó y las hojas de música permanecen pues con el actual propietario, Fernando Alonso Mercader, el cual las adquirió a la viuda de Frederic Mompou por canje. A través de la prensa este extremo se entremezcla con referencias al legado de Miquel Llobet y con la rivalidad entre éste y su maestro, Tárrega. El caso es que la partitura manuscrita lleva una dedicatoria para Conchita Gómez de Jacoby, pero la partitura impresa la dedicó Tárrega a Alfred Cottin. Y es que la Jacoby pasó de ser alumna y mecenas del compositor, y tal vez algo más, se dice, a ser alumna y mecenas de Llobet. Tárrega tendría 47 años cuando escribió la famosa pieza y Llobet 24. La substitución de la dedicatoria en la copia impresa nos hablaría no tanto de despecho como de mutis por el foro o retirada. Tal vez Conchita Gómez de Jacoby regaló el manuscrito a Llobet, pero no está tan claro cómo acabó en manos de Mompou, aunque sí lo está que a su viuda le sirvió para cambiárselo a Fernando Alonso por las “Impresiones íntimas” del pianista. La partitura de “Impresiones íntimas” no la veo en el inventario provisional del fondo Mompou legado a la Biblioteca de Cataluña.

Todos estos manejos hablan no del tópico del famoso material con el que están hechos los sueños  y las frases-consigna del 15M sino del memento mori de toda la vida y sus trasiegos, del polvo del tiempo. El tiempo aja el famoso vestido blanco que lució Marilyn Monroe y por muy elevado que sea su precio de salida en las subastas no dejará de parecer una mortaja acartonada como la muda desprendida y olvidada de una serpiente.

La canciller A. Merkel ante el busto de Nefertiti en el Neues Museum (Berlín, 2009). Foto: Reuter.

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