23.6.08

La terraza indiscreta


Desde mi ventana, como se suele decir, no se ve gran cosa aparte del cielo. Da un gran patio interior parecido precisamente al de la película de Alfred Hitchcock (Rear window, 1954). Vi La ventana indiscreta en pantalla grande en Madrid, a finales de julio del 1983. El calor era enloquecedor y disfruté doblemente de la película. Por la obra y por el fresquito. Digo que aquellas tiras del TBO de "La rue del Percebe" eran pero que mucho más animadas que el patio de mi casa, que cuando llueve se moja como todos los demás. Hay una pajarera de unos tres metros de diámetro, un rosal, un jazmín, una fuente de surtidor con cabeza de león de cerámica esmaltada, un laurel y una maría que la cortaron antes de Navidad. Un día se oyeron unas risas, me asomé y vi que la maría ya no estaba. Pues a lo tonto a lo tonto levantaba cosa de 2 metros.


La terraza más grande del patio la tengo enfrente, como la escena del crimen que observaba James Stewart desde su ventana. Entre mi cuñada, que vive dos pisos más abajo que yo, y servidora, hemos podido completar más o menos una versión aceptable de lo que deja ver la terraza. Mi cuñada ve lo que pasa en la terraza como un teatro de guiñoles, sólo las cabezas. Nuestra versión se ha confirmado con el tiempo (el mayor indiscreto) y con otras informaciones que hemos obtenido: 1) de la peluquera de nuestra calle; 2) de un funcionario de Correos que trabaja en la oficina que está precisamente bajo la terraza en cuestión. El cartero reparte hace años donde vive mi madre y le pedí a ella que le tirara un poquito de la lengua en una ocasión muy determinada y que como se verá lo merecía.
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El año 1987 me instalé en mi apartamento, donde aún –por decir algo- vivo. La terraza mencionada era entonces un cuchitril en donde siempre había tres o cuatro niños pequeños muy revoltosos que contribuían al desorden. Se les veía felices y sanos. Siempre había ropa tendida, en el sentido literal, y reproducía fractalmente el mismo desorden y desaliño que el resto del escenario. A ver: la ropa hay que tenderla de menor a mayor, de delante hacia atrás y emparejada, no se deben mezclar las coladas de color con las blancas y el rojo hay que lavarlo aparte. No sé si me explico. La ropa se debe lavar del revés, hay que sacudirla y airearla antes de colgarla, y hay que tenderla bien extendida para que le de bien el sol, no le queden escogorcios y se seque por igual. Aviso a navegantes: la palabra "escogorcio" no está en el DRAE y tal y como van las cosas tiene menos posibilidades que la palabra "miembra", pero yo la doy por válida y vigente. Por otra parte, yo le aconsejo a mis amigos varones que se busquen mujeres limpias, porque además de tal virtud seguro que tienen las hormonas disparadas y eso también las hará amenas en otros ménages. Tout à fait.
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Aquella familia numerosa se fue al poco de llegar servidora. Desde mi ventana indiscreta vi un día que ponían un toldo, luego unas plantas, mesa, sillas, un tendedero y dos jaulitas. A las ocho en punto de la mañana todos los días del año aparecían, como en un reloj de cucú una pareja de ancianos que siempre hacían exactamente lo mismo y en el mismo orden (cambiar el agua a los canarios, ponerles a cada cual una hojita de lechuga, regar, barrer, etc. Hasta los andares un poco rígidos de los viejos recordaban un mecanismo de relojería. Algo nos hizo sospechar a mi cuñada y a mi que eran andaluces y, para más exactitud, sevillanos y de los callados. Nuestras conciliábulos se veían amenizados por las protestas de mi hermano, quien lejos de desalentarnos con su desaprobación, nos animaba aún más. Como suele ocurrir.
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El hijo de la pareja de tiroleses-sevillanos no era ni bajito como la madre ni alto como el padre, pero era y es tremendamente gordo y cincuentón. La precisión suiza de la terraza se desmanteló cuando apareció la cubana. Sí, una octavona joven, de ojos verdes y andares criollos que pronto se quitó a los suegros del medio. Sus ojos no eran verdes como el trigo verde ni como la albahaca o el verde limón, eran verde iguana. Advertí un día desde mi hamaca, cuando esperaba el garbí (un vientecillo que aligera las tardes más tórridas de Barcelona), que la cubana tomaba el mando y cambiaba el canal del televisor que se ponían afuera. Sin pedir permiso. Miré la expresión del suegro y vi que contenía su sufrido desagrado. No duraron mucho. Uno de los dos se puso enfermo y al otro lo institucionalizaron, como se suele decir en el lenguaje socio-asistencial. De repente se dejaron de ver y de repente apareció otra cubana más, idéntica a la primera. En el piso de encima iban cambiando las palmas de los niños año tras año, pero el decorado apenas se movía a no ser por la cubana.
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Supe el nombre de mi vecino por dos razones: la primera porque la cubana le llamaba constantemente "¡¡¡Juan!!!" al principio de su matrimonio, aunque cada vez menos hasta que se dejo de oír por completo supongo que en proporción a lo que esperaba de él. La segunda razón por la que sabíamos que se llamaba Juan es porque las verbenas siempre las celebró a lo grande. Con música, confetti, farolillos, matasuegras (con perdón), petardos (con perdón también), fuegos artificiales y comida y bebida en abundancia. Cuando se fue la cubana idéntica se vino la madre. Se estuvo cosa de un año. Supimos que era la madre gracias al cartero, como de alguna manera ya anticipé. Además supimos que Juan era el director de la estafeta. Luego la vi a ella saliendo un día de mi peluquería y supe por la peluquera que se había puesto a trabajar en el Maxi-pan y que se llamaba Anaís. La verdad es que no se podía llamar de otra manera. Una tarde resonó en el patio indiscreto como un resplandor premonitorio la frase "reagrupación familiar" y caí que precisamente nunca comían juntos los tres. Nunca coincidían la suegra y Juan.

Al poco tiempo, desaparecieron las dos y supe por la peluquera que se habían separado y que ella no había podido quedarse con el piso, aunque intentarlo lo había intentado. Hecho de menos sus comentarios rellenando el patio, cuando se leía o se miraba la revista Hola. Comentarios impagables.
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Aquel verano vi un caco en el tejado del bloque de Juan y fui a la mañana siguiente a la oficina a avisarlo, de manera que desde aquel día nos saludamos. Ahora ya casi no sale a la terraza. Antes, cuando vivían sus padres, se ponía en la bicicleta estática con una cerveza a ver la televisión. Pero de eso hace mucho. Lo que sí mantiene es la celebración de su santo. Cada veintitrés de junio celebra la noche de San Juan con una verbena que no baja de veinte invitados. Se gasta un dineral en fuegos y no se puede dormir de ninguna manera. Hace tres años yo creí que no habría verbena. Se había comprado una perra y pasadas 3 o 4 semanas desapareció. Desapareció él. Servidora estaba con sus oposiciones y sus suposiciones, me jugaba el puesto que desempeñaba. Los lamentos del animal por la noche cada noche magnificaban como un altavoz mi propia desesperación. Quien lo probó lo sabe. A la perra, Trufa, le echaba de comer un hombre cada día, pero no jugaba con ella y la pobre bestia se desvivía cuando marchaba. Finalmente, al cabo de dos (!) meses, a primeros de junio, apareció Juan con una costura en el pecho como de una operación de corazón con circulación extracorpórea. Es igual, celebró la verbena lo mismo. Y esta mañana ya estaba otra vez limpiando la terraza y regándola con sus boxer azul cielo.

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