19.9.08

Rojo


Rouge, dir. K. Kieslowski (1994)

La otra noche me hice una arroz con algas y el olor recordaba a un centollo hervido, cuando estaba en plena alucinación olfactiva llamó a la puerta una proveedora y cuando le pregunté si le había ido bien el verano me dijo que el marido había empezado la quimioterapia y que tenía un cáncer de pulmón. La forma en que irremediablemente transcurren los hechos en nuestras vidas es implacable. De camino a la cocina esa noticia se mezcló con el olor de centollo falso y con que no sé por qué me acordé de que antes los pantalones vaqueros se tenían que lavar del revés si no se quería que salieran con rayas desteñidas. Todo lo cual demuestra que no sólo hacemos a veces dos cosas a la vez sino que además podemos pensar dos cosas a la vez incluso opuestas o sin ninguna relación aparente. Una de las nociones literarias que pretende enaltecer mi galería de poetas vivos, resucitados y muertos es precisamente la “cantidad hechizada” de José Lezama Lima, que duró de Ministro de Cultura en Cuba un par de “Grammas”.
Una vez situado el tema, paso a referirme a la prodigiosa trilogía del cineasta Krzysztof Kieslowski, Trois couleurs (Bleu, de 1993; Blanc, de 1994, y Rouge, de 1995). Es Rouge, su última película, mi preferida de Kieslowski. Y, en general, es una de mis películas preferidas. Esto es no sólo por el papel de juez que desempeña magistralmente Jean-Louis Trintignant, sino también por el tema que recorre (la fraternidad) y que se entreteje con Bleu (la libertad) y Blanc (la igualdad) a través de escenas comunes e incluso de sus personajes. Una de las escenas en que más o menos concurren las tres películas de la trilogía es la del anciano que trabajosamente echa la botella por la boca del contenedor de reciclar, demasiado alta. En Bleu, Juliette Binoche ve la escena y cierra los ojos como componiendo una melodía mentalmente. En Blanco el personaje del polaco Karol sonríe un poco maliciosamente mientras recuerda las palabras en Extranjería, en donde conoce su situación ilegal después de una matrimonio que no fue capaz de consumar. La única de la trilogía que ayudará a la anciana de la botella a introducir la botella vacía en el container será Valentine, la protagonista de Rouge. Los tres enlaces a los videos colgados en internet son además una recreación de la idea del punto de vista, que es precisamente lo que cuando se mueve nos da una indicación de cómo pueden ver las cosas los demás e incluso nosotros mismos.
Es muy habitual oír por estos pagos que Cataluña da mucho más al Estado de lo que recibe. Es una afirmación recurrente, que periclitó cuando el desastre de las infraestructuras del verano pasado y que se ha ido engordando y engordando. Probablemente tal afirmación es exacta. Hay acuerdo en afirmar que no es la comunidad autónoma que más contribuye y que hay otras comunidades como Madrid y Baleares (Mallorca) cuya participación es también abrumadoramente importante. La última vez que en mi presencia se sacó el tema, noté sin embargo que la exactitud iba rodeada de otro tanto de desinformación e indignación. De inmediato me dispuse a decir que yo misma doy más de lo que recibo. Y no fue necesario añadir mucho más (como a mí me gusta). Mis interlocutores tienen un hijo que percibe del Estado una pequeña ayuda económica para paliar sus circunstancias: una esquizofrenia grave que se le desencadenó por la ingestión de un psicofármaco en la libérrima capital de Holanda y que ya ha supuesto varios ingresos, brotes psicóticos, alucinaciones, etc. Además gozan de una baja por estrés y tienen los padres-suegros enfermísimos y son casi totalmente dependientes. Por eso no fue necesario que yo dijera otra cosa, después de decir que doy más de lo que recibo. Callaron como puertas y eso era tanto como admitir que estaban recibiendo más de lo que daban. Pero yo ya sé, porque tan tonta no soy, que este tipo de victorias dialécticas tienen poquísima estabilidad. Es como lo de los fumadores empedernidos que alegan la de impuestos que pagan, una discusión infinita y desagradable.

Seguramente, si en los hospitales de críticos y de crónicos se analizara despiadadamente el gasto que nos supone el abuso del alcohol o hasta de hábitos perniciosos como el sedentarismo (por no decir algo con connotaciones políticas, la promiscuidad), se llegaría a conclusiones penosas. Parece curioso que en nuestro país sea posible cambiarle el hígado a un alcohólico a costa del sistema público de salud y no sea posible, qué sé yo, una reconstrucción dental postraumática, si no es pagando del propio bolsillo. Es un tema complejo que no se puede saldar con una afirmación de esas que tanto les gustan y convienen a los políticos. Además hay diferencias territoriales. Por ejemplo, el SAS (Servicio Andaluz de Salud) tiene en su cartera de prestaciones la cirugía para cambiar de sexo. Por cierto, la cirugía para pasar de hombre a mujer es más cara que la inversa simplemente porque ocasiona dos intervenciones quirúrgicas (una amputación y otra de reconstrucción), no porque haya pues una descriminación de género. El Servei Català de la Salut no contempla estas prestaciones aunque sí proporciona los tratamientos hormonales previos. Lo que sí tenemos en Cataluña es el impuesto de sucesiones y se gasta un Potosí y medio en proteger el catalán aunque lo que se proteja sea también en muchas ocasiones de valía más que dudosa.
Me pregunto si se le pueden y deben poner límites a la solidaridad, como los que tiene la libertad. ¿Se puede decir “hasta aquí llega la solidaridad y hasta aquí no”, “hasta el Segura”, “hasta el diezmo”? Otra pregunta que me hago es si todas las formas de pensamiento en este país nuestro, incluso la mía que es errática y sin partido, tienen que someterse al mohín del aquilatador que parece escrutar con perspicacia y desdén si el que piensa –como si no fuera bastante desgracia pensar- se desvía a la izquierda o a la derecha. Como si diéramos por sentado y por perdido que hubiera otras posibilidades. Las del auténtico pensamiento.
Aunque la Historia me gusta, especialmente la de Roma y las de los siglos XV y XVIII, me gustaría que el pensamiento fuera –como se ha dicho- un repensar y al mismo tiempo que tuviera idealismo y vitalismo. Que estuviera, como la poesía, cargado de futuro. Incluso estaría menos indispuesta a aceptar los errores y los horrores de los nacionalismos si, de acuerdo con la distinción politológica clásica, en vez de justificarse en la historia o en la leyenda, se justificaran en un plan de futuro. ¿Hay alguien que no quiera para todos lo mejor? 

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