20.12.08

Los recolectores y la recolectora. Sabatina


La beauté de jours (Theo Tobiasse, 1999)
 

“Los alimentos más comunes eran los vegetales (recolección) y la carne (caza o carroñeo). En un principio eran los únicos pueblos que existían y hoy existen todavía, a duras penas, pequeños grupos nómadas que viven de la caza de animales, de la pesca, de la recolección de frutos, semillas y setas (extracción de raíces y tubérculos), y de la recogida de miel, actividades que rara vez aportan más del 50% de su dieta alimenticia. Los grupos más conocidos son los aborígenes de Australia, los esquimales de Groenlandia, Canadá, Alaska y la zona de Siberia que linda con el estrecho de Béring y diversas etnias de la selva amazónica. Los san de Botsuana, Namibia y sur de Angola han perdido la mayor parte de sus territorios y hoy muchos viven como jornaleros. Algunos pigmeos continúan siendo cazadores activos. Existen grupos menos conocidos en Somalia, Etiopía, Kenia, Tanzania, Ruanda y Burundi; en Canadá, Estados Unidos, Brasil, Venezuela, Colombia y Chile, o en Rusia, India, Tailandia, Malasia, Indonesia y Filipinas.” (Wikipedia)
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El artículo de la Wikipedia empieza así: “Se conoce como caza-recolección al sistema económico del Paleolítico y Mesolítico, practicado aún por algunos pueblos en el Amazonas y otras regiones”. A mí me parece que llamarle “sistema económico” a la forma de vida de nuestros ancestros es un pelín pedante. Dicho sea de paso, nunca deberíamos aceptar la insidiosa costumbre de que el lenguaje tecnocrático, universitario y mba-desco se imponga a la realidad y a lo que está pasando. Al final una tiene la impresión, de que pasa con estos terciaristas del saber lo que denunciaba John Allen Paulos en Pienso, luego río (I think, therefore I laugh), que primero disparan el dardo y luego dibujan la diana. Y me permito tal excurso porque precisamente la entrada de hoy trata de los recolectores y no de los terciaristas.
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En la escritura, como en los “sistemas económicos” los hay que son cazadores, los hay que somos recolectores y los hay agricultores. Seguramente luego habría que añadir a los ladrones, los saqueadores, los timadores, los políticos, etc., pero no nos vamos a referir al mundo del crimen ni al de los premios otra vez más. Me doy cuenta que al excluirlos les doy una importancia que no tienen, pero me atengo al dicho castellano por el cual no hay mejor desprecio como el de no hacer aprecio. Volviendo al “sistema económico” general, seguramente si mis conocimientos de antropología fueran más allá de un poquillo de primatología y alguna cosilla de Marvin Harris y algún otro estadounidense, podría establecer una distinción más clara y profunda entre la naturaleza de los cazadores, la de los recolectores y la de los agricultores. Me vienen a la mente la Historia social de la literatura y el arte de Arnold Hauser (1892-1978) -un libro que ahora se encuentra en casi todas las librerías de ocasión pero que hace 25 años todo el mundo lo leía en el metro-, y más aún Art i societat, de Alexandre Cirici (1914-1983), un libro mucho más difícil de encontrar, creo, y que sin embargo sigue siendo vigente. Sé por lo tanto que mi propuesta no es nueva ni original y que también en esto soy una recolectora. En cualquier caso, antes de seguir adelante habría que decir que entre los recolectores podríamos clasificar provisoriamente a los carroñeros, pero que no son exactamente la misma cosa.
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Uno de mis documentales preferidos es Los espigadores y la espigadora, o Les glaneurs et la glaneuse (Agnès Varda, 2000).
La primera parte del documental da buena idea de las otras partes. Además nuestro ejemplar en Youtube está subtitulado en español para quien no pueda seguir las explicaciones y los diálogos en francés. Es más, para quien no disponga más que de 10 minutos para esta entrada, lo mejor que puede hacer es irse derechito al vídeo. Vi este documental cuando se estrenó en Barcelona, en el cine Verdi, y lo vi entonces dos veces. Me encantó, no sólo por el tema sino porque la forma daba fe de lo que se estaba exponiendo. El documental trata de los espigadores que recogen lo que otros desechan. Primero se refiere a las mujeres espigadoras que retrató François Millet, que repasaban los campos después de la cosecha para recoger lo que no habían cogido los agricultores. Ahora, explican Agnès Varda y sus personajes, las máquinas lo apuran todo, pero se puede hablar de una reaparición de los espigadores con las patatas. Muchas patatas son descartadas porque el tractor no las alcanza y se quedan ahí en la tierra; otras porque no dan el calibre, por defecto o por exceso, y otras finalmente porque tienen algún corte o imperfección. Los “espigadores” de patatas han de ir rápidos, como los que revuelven en la basura buscando productos caducados desechados por los supermercados. Las patatas pronto verdean y se convierten en un alimento tóxico y putrefacto.
Normalmente la faena de las espigadoras era cosa de las mujeres y en concreto de las mujeres de clase baja, aunque también podía haber niñas y niños. Agnès Vara nos hace ver como los actuales recolectores de basura urbanos van solos, mientras que las espigadoras iban en grupos. Este dato a mí me resulta muy importante, no es una anécdota.
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Recolectores siempre fueron los viejos, se dice porque una vez que dejan de ser productivos para justificar su existencia en el grupo al que pertenecen -indefectiblemente- se dedican a consumir muy poco y a recolectar todo lo que pueden. Esto explicaría el síndrome de Diógenes, que es la exacerbación máxima del recolectador. Me interesa más este grupo que el de los coleccionistas, y ya no digamos el de los coleccionistas inversores y el de los fetichistas. Recolectores siempre fueron los niños, aunque de una manera diferente a la de los viejos. Recuerdo que en mi niñez jugábamos a los cromos de picar. En algunos ponía el nombre de su propietario, en otros ponía el nombre de su propietario tachado y el del segundo o tercer propietario, y es que quien ganaba se los iba quedando. Mi nombre no estaba en ningún cromo, no sólo porque yo no tenía para comprar cromos sino porque era torpe para picarlos. Lo mío no era picar cromos, pero en correr y en saltar a las gomas sólo me ganaba ¡a veces! María José Bagüeste, a la que le llamábamos así y a veces le añadíamos (si estaba suficientemente lejos), “que el culo te hace peste” y echábamos a correr. Un día alguien que tenía demasiados cromos, desde su ventana los echó todos cuando estaba la calle a rebosar de niños jugando. Era antes de comer y cayó como maná que giraba como las hojas verdiblancas de los chopos, bajo aquel cielo tan azul que, vamos, ni la Capilla Sixtina. Ahí fue la mía, ahí cogí por lo menos veinte cromillos de troquel. Luego los perdí, pero tuve mi momento de gloria.
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En la casa donde me intentaron criar vivían en los bajos unos extremeños que la Nochebuena la celebraban como Dios manda y hasta las tantas de la madrugada. Venga zambombas y venga villancicos, nada de televisión. Estoy segura de que en aquella casa se cabía porque nunca estaban todos, porque siempre había alguien en la cárcel. En pocos años se murieron todos, unos a disgustos, otros de sida, otros de la droga, otro del alcohol. Pero cantaban como los ángeles. A mí me subía a eso de las tres de la mañana un olor a gambas que aún me parece estar oliéndolo, y proustianamente, ese olor siempre me ha conectado desde entonces con lo improbable y con algo que creo que nos viene del sur, ese saber vivir a pesar de todo lo que te venga encima. Que el señor en su perfecta sabiduría bendiga la de nuestros hermanos del sur y los colme no de arte, que ya lo tienen por demás, sino de salud.
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En mi educación musical estaban pues los villancicos que cantaban la señora Rosalía y el señor José de Dios, y también los discos que ponían todos los domingos, de Juanito Valderrama, Perlita de Huelva y la Niña de los Peines. Los domingos en casa se oía además Adamo, Raphael y Engelbert Humperdinck (si estaba al cargo del tocadiscos mi tía pequeña), Frank Sinatra, Julio Iglesias y Los tres sudamericanos (si estaba mi madre) y Carlos Gardel (si estaba mi padre). Mi padre se pondría cada domingo “El día que me quieras”. El pintor que nos pintaba de vez en cuando la casa o las ventanas, cantaba “Por el camino verde”. Después de muchos años de perderle la pista, vino el señor Antonio a pintar mi piso, antes de venirme a vivir, y seguía cantando “Por el camino verde”. No la cantaba como José Feliciano, sino que se tomaba sus pausas para perfilar la moldura de la puerta o el gozne de una ventana. Lo mismo le ocurría a la señora Isabel, la señora que estaba en el primer piso de la otra escalera, pero con quien compartíamos la galería. Cantaba tunas y jotas y hasta boleros que los bordaba mientras lavaba la ropa a mano. Cuando le daba a conciencia a una mancha o a las mangas, ahí hacía un vibrato o un sostenido y luego recuperaba el ritmo como si nada. Tenía una voz argentina y la galería se templaba y se llenaba y enarbolaba toda ella como de flores. Hace poco la encontré por la calle y está del corazón, pero la acompañaba una sudamericana de las mejores. No sabría decir quien ha tenido más suerte, si la señora Isabel o la sudamericana.
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Mi educación musical, digo, como la de toda mi generación, procedía de esos hallazgos, de esos encuentros. No buscábamos las canciones, como hago yo ahora a veces en Goear, sino que la música estaba presente en los juegos, en los patios, en las verbenas. Cuando iba al pueblo allí me esperaban más canciones. Como el surfer busca la ola, yo buscaba una canción más, una poesía más, porque las poesías deben ser ante todo canciones. La Pimpana, cuyo nombre oficial ahora no me viene a la cabeza, tenía un colmado y siempre tenía una pota de caldo por la salvación de su madre a punto para cualquier forasteiro o para algún pobre que no tuviera qué comer. En el hórreo, que sigue en pie cuando hace años que ella murió, asaba mazorcas de maíz o sardinas y siempre me daba. Un día me cantó
“Adiós con el corazón que con el alma no puedo” y fue la primera vez que alguien me cantó una canción expresamente para mí. Y ahora, cómo son las cosas, yo soy incapaz de cantar la canción a derechas sin romper a llorar. Y es que las cosas del corazón no funcionan como el lenguaje que a veces sale al paso en la wikipedia
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Yo sospecho que cuando la señora Isabel lavaba, a veces lo hacía sólo por el gusto de cantar. Y que, como en los cantos de labranza, los cantos de los boyeros y los cantos de trabajo de los negros, la canción ganaba con las pausas y cuanto más renqueaba o se quedaba como suspendida. También sospecho que sabía que yo no solo la oía sino que además la escuchaba. Eso ya es oro fino y me recuerda uno de los pasajes más hermosos de la Biblia, el de Rut la espigadora:

“A la hora de la comida, Booz le dijo: “Acércate aquí, puedes comer y untar tu pan en el vinagre.” Ella se sentó junto a los segadores, y él le ofreció grano tostado. Comió ella hasta saciarse y aun le sobró. Cuando se levantó ella para seguir espigando, Booz ordenó a sus criados: “Dejadla espigar también entre las gavillas y no la molestéis. Podéis sacar incluso algunas espigas de las gavillas y las dejáis caer para que ella las recoja y no la riñáis”. (Rut 2, 14-16).
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POST SCRIPTUM: LLEVABA UN AÑO O MÁS BUSCANDO LA "NOCHEBUENA DEL GLORIA" Y HOY, DESPUÉS DE ESCRIBIR ESTE POST, LA HE ENCONTRADO.

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