16.4.09

Lo que vale un peine



Éste es un post hermano del post de Rostam Nunca se sabe, sobre los primeros auxilios. El post de Rostam está muy bien documentado y, como siempre, resulta ameno e instructivo. En el mío me voy a remitir a lo importante que es no sólo saber qué hay que hacer ante un accidente, una urgencia grave o un jamacuco difuso, sino saber qué no hay que hacer. De hecho, ser consciente de qué hay que hacer y qué no hay que hacer se puede hacer extensivo a cualquier situación de las que irrumpen cotidianamente en nuestros días, o por ejemplo a las situaciones a las que nos exponemos cuando vamos a un país del que no conocemos muy bien sus costumbres. La cuestión del “error u omisión” está bien asentada en el Derecho, incluso el consuetudinario, y no es un matiz sin consecuencias.
Un día, no recuerdo a cuento de qué, le dije a mi madre “Pero si tú me enseñaste a decir siempre la verdad”, a lo que ella me respondió: “No, yo no te enseñé a decir siempre la verdad, yo te enseñé a no decir mentiras”. Por lo tanto no es que sea una alumna aventajada en estas lides, pero lo que sí se muy bien es lo que hay que hacer ante determinadas urgencias o –mejor dicho, insisto- lo que no hay que hacer.
Una de las primeras cosas que aprendí es a lavar las heridas con agua y jabón y a quitarme espinas de higos chumbos. Ante un herido se suele formar un corro en el que se acostumbran a defender todo tipo de teorías, algunas de ellas opuestas (que si agua oxigenada, que si alcohol, que si agua y después mercurocromo, que si taparla, que si al aire, y así indefinidamente).
En mi pubertad hubo un tiempo que iba a lipotimia diaria, por lo tanto conozco muy bien ese tipo de corros, puesto que además la sensación de que me quitaban el aire no hacía más que empeorar mi malestar, que no era poco. En primer lugar: mucho cuidado con confundir “lipotimia” con “linotipia”, de la misma manera que un oinokoe no es un eunuco y un polvorón de canela no es un canelón de pólvora.
El peine y la botella de “Estivalia” de Puig de las imágenes corresponden a un ejemplo del tipo de elementos para los primeros auxilios a los que acudían las personas que me atendían en mis desmayos. Yo hacía por caerme despacito, como un picador en la faena previa al matador de toros, o un borracho que disimula, pero alguna vez me caí como un tronco percutiendo mi pobre hueso occipital de forma macabra en el escueto espacio libre que dejan los transportes públicos. Aprendí a reconocer los síntomas de la bajada abrupta de tensión, no sólo porque la circulación de los antebrazos se atenazaba, sino porque veía en torno a mí unas estrellas como las que le ponen a la Purísima o las que lleva la bandera de Europa. Aunque debo decir a favor de las personas que me atendieron y también de las que no me atendieron, que nunca me desabotonaron el pantalón o la falda, no tengo más remedio que condenar la costumbre de echar agua de colonia al que está en pleno jamacuco hipotensivo. Un día me echaron un chorro de “Estivalia” y sólo de mirar hoy, tantos años después, la fotografía, se me nubla el entendimiento y se me paran los pulsos. Brujas. “Estivalia” estaba o está en el límite entre el agua de colonia y el perfume a legañón de buey almizclero y el olor aturde más de lo que reanima.
Otro día nefasto fue aquel en que alguien interpretó mi lipotimia como un ataque de epilepsia y me puso un peine atravesado en la boca, ocurrencia que no fue nunca jamás superada. Otro remedio que solían llevar las señoras en sus bolsos, siempre listas para atender cualquier desarreglo femenino de tantos como nos amenazan, era el Agua del Carmen. Creo que en España fue retirada de las farmacias porque este remedio carmelita descalzo, aparte de llevar melisa y alguna que otra yerba que calmaba los nervios, llevaba un gran porcentaje de alcohol. Muchas mujeres llevaban una botellita de 100 mililitros de Agua del Carmen en el bolso, y hasta se lo daban a los niños, administrado en un terrón de azúcar empapado en esta panacea. Lo que no curaban este brevaje mano-de-santo y los supositorios Momentol o una infusión de manzanilla, es que ya era algo malo muy malo y entonces había que acudir a lo que se llamaba la Seguridad Social o el “médico del seguro”. Aunque hay gente que dice que la Seguridad Social la introdujo en España el expresidente Felipe González (con la misma seguridad y no social con la que algunas personas declaran tener el remedio para el acné juvenil o las hemorroides), las prestaciones médicas a los trabajadores empezaron bastante antes y no voy a gastar el canto de una sola tecla para defender algo que está en el Boletín Oficial del Estado desde los años 40. Hay gente para todo.
Llegados a este punto ya puedo pasar al de qué es lo que hay que hacer ante una lipotimia o una crisis de hipotensión o bajada de tensión. Primero, identificarla como tal, claro. Normalmente el afectado empalidece, le perla la frente un sudor frío y se queda exánime y apenas oye. Lo mejor es que tenga los pies en alto, tranquilidad, que le de el aire y un bocadillo de jamón o unas aceitunas. Si no se puede poner al hipotenso con los pies en alto, porque no hay espacio, lo mejor es hacer que se siente y que ponga su cabeza sobre las rodillas. El vasito de agua siempre va bien, pero lo de un trago de Agua del Carmen o un cordial o un güisqui, mejor que no. Lo del peine, que se lo metan ya os diré yo en donde.
Otro día habría que hablar del estreñimiento y de la prevención, aunque sea simplemente para advertir que si a los 42 años alguien ya no puede subir una escalera es que o bien tiene una enfermedad severa o que lleva unos hábitos de vida equivocados y que aunque se ponga voltarén por un tubo hasta el carné de identidad se irá deteriorando de manera implacable. Pero por hoy ya hay demasiada información para asimilar.

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