31.5.09

La letra pequeña


Para la libertad

Apenas recuerdo tres cosas de Cien años de soledad: la profusión de Aurelianos, el diluvio de casi 5 años y la enfermedad del insomnio. Ah, y dos frases: “tu casa huele a fogón meado” y “liendre sebosa”. Durante la amnesia y el insomnio, José Arcadio Buendía “marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche.”
Por muy desatinada que parezca la idea de José Arcadio, yo he visto una vez más que la realidad la superaba con creces. Evidentemente la razón por la que nuestras ciudades, nuestras carreteras, nuestros “no-lugares”, nuestros centros de trabajo y nuestras escuelas están llenas de letreros y rótulos, no es sólo por combatir la amnesia o la mala memoria de los ciudadanos. Incluso diríamos más, hay gentes que no han puesto un letrero en su vida y gentes que ponen letreros por veinte, cosa que necesariamente no va pareja a su elocuencia, a su excelencia tipográfica y ortográfica ni a su poder de persuasión o a la efectividad de los textos o signos que esgrime. Servidora trabaja en un sitio en donde en cada metro cuadrado hay un letrero. Hay letreros para el uso y reposición del jabón del excusado, así como también los hay en las cisternas, sobre las cisternas y en los botiquines de pequeñas curas. También hay letreros en las fotocopiadoras (las cuales a su vez incorporan varias instrucciones en sus botones, en sus mecanismos) y en los costales se guardan sus manuales de instrucciones completos. Hay letreros en donde se guardan los respectivos consumibles de las fotocopiadoras, en las destructoras de papel, en los microondas comunes, en el revistero del office, en la puerta del office (por dentro y por fuera), en el frigorífico del office, en cada uno de los ultracongeladores de los laboratorios, en los armarios de material peligroso, en los tablones de anuncios, en los ascensores. La máquina dispensadora de batas tiene también letreros, además de los que exhibe el armatoste de acuerdo con los signos convencionales mínimos y la rotulación convencional internacional. El carrito con la ropa de quirófano también tiene letreros recordando que no hay que separar la prenda superior y la inferior. Los recipientes de ropa usada, papel usado, material tóxico, cartuchos de tinta de impresora para reciclar, baterías, vidrio, etcétera, también ostentan los signos y símbolos estándar de nuestras instituciones sanitarias, pero además cada uno tiene además un letrero recordando que el recogedor de papel (en donde se lee claramente "Recogedor de papel") no admite plástico, que el recogedor de plásticos no admite papel y así hasta el infinito.
El letrero más ofensivo e inútil es de lejos el que recuerda lo que hay que hacer con el material higiénico en el WC. Pero el que se lleva el premio al delirio orwelliano es uno que sugiere que si alguien quiere decir algo que se lo diga al propio emisor del letrero para que lo difundan convenientemente. Así que el letrero de Macondo (“Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”) hace reír comparado con el mundo acribillado de letreros con el que me las tengo que ver cada día y que cada vez me hace menos gracia. Especialmente aquellos que ponen en entredicho la presunción de inocencia. En mi modesta opinión, hablando generalmente, si un objeto necesita un letrero para ser utilizado es porque no es eficaz y no está bien emplazado o porque la organización que lo incorpora es precaria. Llevo más de 25 años trabajando y nunca he visto a nadie tan tonto que no fuera capaz de marcar su territorio de trabajo sin necesidad de poner letreros, simplemente usando los objetos de su entorno como marcas de posición. En otro orden de cosas yo empiezo a temerme, como si fuera una discípula –aunque poco aventajada- de Juan Poz, que todo este trajín de letreros y rótulos acabará justificando un puesto de trabajo y entonces el asunto ya estará perfectamente blindado contra todo cuestionamiento. De hecho ya se han comprado una plastificadora de hojas de papel, con lo cual -por otra parte- los letreros del equipo The Big Brother no podrán ser reciclados ni como papel ni como plástico.
Hace unos días Ana traía a este blog, a cuento de los viajeros y de los tránsitos por los aeropuertos, el recuerdo del libro titulado Los no-lugares: espacios del anonimato, del etnólogo Marc Augé. El libro está íntegro en Scribd, pero sólo vamos a detenernos en un párrafo:
“Otro ejemplo de invasión del espacio por el texto: los grandes supermercados en los cuales el cliente circula silenciosamente, consulta las etiquetas, pesa las verduras o las frutas en una máquina que le indica, con el peso, el precio, luego tiende su tarjeta de crédito a una mujer joven pero también silenciosa, o poco locuaz, que somete cada artículo al registro de una máquina decodificadora antes de verificar si la tarjeta de crédito está en condiciones. Diálogo más directo pero aun más silencioso: el que cada titular de una tarjeta de crédito mantiene con la máquina distribuidora donde la inserta y en cuya pantalla le son transmitidas instrucciones generalmente alentadoras pero que constituyen a veces verdaderos llamados al orden ("Tarjeta mal introducida", "Retire su tarjeta", "Lea atentamente las instrucciones"). Todas las interpelaciones que emanan de las rutas, de los centros comerciales o del servicio de guardia del sistema bancario que está en la esquina de nuestra calle apuntan en forma simultánea, indiferente, a cada uno de nosotros ("Gracias por su visita", "Buen viaje", "Gracias por su confianza"), no importa a quién: son las que fabrican al "hombre medio" , definido como usuario del sistema vial, comercial o bancario. Esas interpelaciones lo construyen y eventualmente lo individualizan: en algunas rutas y autopistas, la advertencia súbita de un letrero luminoso (¡110!; 110!) llama al orden al automovilista demasiado apurado; en algunos cruces de rutas parisienses, cuando se pasa un semáforo en rojo eso queda automáticamente registrado y el coche del culpable identificado por foto. Toda tarjeta de crédito lleva un código de identificación que le permite a la máquina distribuidora proveer a su titular informaciones al mismo tiempo que un recordatorio de las reglas del juego: "Usted puede retirar 600 francos". Mientras que la identidad de unos y otros constituía el "lugar antropológico", a través de las complicidades del lenguaje, las referencias del paisaje, las reglas no formuladas del saber vivir, el no lugar es el que crea la identidad compartida de los pasajeros, de la clientela o de los conductores del domingo.”
Lo que además acaba de subrayar lo perverso de los textos ocupando el espacio es el hecho de que hemos llegado a un punto en el cual el registro de la realidad prevalece sobre la realidad misma y cuando, siguiendo con mi lugar o no-lugar de trabajo, se para el sistema informático (cosa que ocurre bastante frecuentemente) no sólo no se puede seguir trabajando sino que se produce como una parálisis mental o cerebral. No sé si me explico. Es como si ya no pudiéramos ir más allá de lo que “pone” el ordenador. A los clientes o usuarios (terribles palabras donde las haya) se les dice “no funcionan los ordenadores” con el mismo fatalismo o nihilismo infranqueable con que hace 40 años se decía apáticamente que la culpa era del material, “que ha salido malo”.
La imagen que inserto en el post ilustra un recuerdo que tengo de una boda a la que asistí por videoconferencia, que se realizó en Las Vegas. Una boda rápida. El novio llevaba una camiseta blanca con la palabra “novio” en letras grandes negras. Después estaba ella con la palabra “novia” y por último un “testigo”. Las t-shirt con mensaje también pertenecen a esta entrada enciclopédica, sin duda. Pero tampoco se trata de agotar el tema o de agotar a nadie. Lo que no dejaríamos de señalar en todo caso es como hace unos años, cuando Pasqual Maragall fue alcalde de Barcelona (1982-1997), se erradicaron la mayor parte de los letreros de neón que estaban apostados sobre las sufridas azoteas de los edificios y a lo largo de las fachadas, en un desorden y cantidad intolerables para el modelo de ciudad que se pretendía imponer. Ahora se puede decir que en comparación hay más letreros, aunque no sean luminosos y aunque la letra sea mucho más pequeña.
Creo que los únicos espacios de libertad que han dejado los tecnócratas municipales son los nichos de los cementerios (Fotoblog, El más "pallá") y algún letrerillo silvestre que queda por ahí en algún colmado superviviente o en alguna puerta, diciendo aquello de “Al amo del perro como vuelva a ensuciarme la puerta me voy a cagar en todos sus muertos”, variación o inversión patria del latino “Cave canem” ("cuidado con el perro") de nuestros civilizadores.
(P. S.: El Señor en su perfecta sabiduría ha hecho que Osel Hita, el niño granadino reencarnado en un lama, se declare agnóstico tras haber pasado toda su infancia y adolescencia en las garras de Tenzin Gyatso, ese demonio abyecto. No lo entiendo muy bien, porque hasta donde yo sé el budismo no tiene mucho que ver con Dios (de la misma manera que hay hinduistas agnósticos), pero en cualquier caso es para mí una buena noticia que la naturaleza se haya declarado tan rotundamente contra lo que no era otra cosa que un secuestro deleznable consentido por los padres. Está una exaltada y libérrima porque ayer fue a la representación de "Fidelio" en el Liceu).

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