29.11.09

Por ejemplo

"Eyes wide shut" (S. Kubrick, 1999)


"Con la misma falta de lógica los diplomáticos españoles en el extranjero
cobran sueldos muy superiores al noventa por ciento
de los que representan a países mucho más ricos,
como si hablaran todavía en nombre de
la España del Imperio y del oro de las Indias"
Fernando Díaz-Plaja, El español y los siete pecados capitales

El libro de 1966 de Fernando Díaz-Plaja sobre los españoles y los siete pecados capitales no ha sido actualizado, sí reeditado hace muchos años. Para quienes desconocen cuales son los siete pecados capitales incluso a través del Inferno dantesco, diremos que son efectivamente siete y que son: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Estos pecados tienen como contrapartida a siete virtudes respectivas: castidad, templanza, caridad, diligencia, paciencia, compasión y humildad.
El libro de Fernando Díaz-Plaja  (Barcelona, 1918) está muy bien escrito y para los que no tenemos lo que se dice "mundo" nos ayuda a distinguir no tanto la soberbia de la ira o la lujuria de la envidia -cosa que no es tan sencilla como parece- como lo que son los males propios de este país y los que no le son  tan propios o lo son más de otros países. Después de escribir El español y los siete pecados capitales escribió los correspondientes a Estados Unidos, Francia, etcétera:
"El más popular de todos ellos fue El español y los siete pecados capitales (1966), obra cuyo "tirón" aprovechó el autor en una serie de libros en los que se analizaba el comportamiento ante los mismos pecados de estadounidenses, (1968), franceses (1969), italianos (1970) y habitantes de los distintos países de la Europa del Este (1985). A comienzos de los ochenta publicó una serie de siete artículos sobre parecido tema con el título de "Los siete pecados capitales en el tren" en la revista Vía Libre y, pocos años después, adaptó la obra original a serie televisiva." 
Y cabe añadir que para los que se saben los siete pecados capitales y tienen "mundo", el libro les servirá como entretenimiento puesto que además de todo lo dicho es ameno y da qué pensar. Por ejemplo, en el capítulo sobre la soberbia, y en el apartado sobre "Religión" nos recuerdo una imagen que aún hemos podido ver algunos de los aquí presentes:
"El español encuentra larguísimo todo acto en el que no tiene intervención y en ningún lugar del mundo hay misas tan cortas como en la católica España. Por si fuera todavía demasiado extensa, los españoles acostumbran a iniciar la estampida antes de terminar, y el rumor de sillas y el rozar de pies del público es acompañamiento obligado de las últimas oraciones.
Hablamos, naturalmente de los españoles que van a misa. Para muchos la iglesia es un lugar "hasta el que ir" los domingos y fiestas de guardar, y en los pueblos españoles es típica la imagen de los mozos a la puerta del templo mientras sus mujeres y los niños están dentro".
Y es verdad. Lo he visto. Los hombres esperando en el umbral de la iglesia, ni dentro ni fuera. Y siempre me he preguntado si era sólo en España donde ocurre tal cosa o si también pasaba en la América católica o incluso si venía determinado por el contacto con otras religiones monoteístas (en sinagogas y mezquitas las mujeres y los hombres están separados) o por el machismo. En cualquier caso, la mención está bien puesta en el capítulo de la soberbia.
La actualización de las costumbres que explicaba Díaz-Plaja en el año 1966 podría representarse en forma de tabla representando asuntos que transversalmente incurren en varios pecados capitales a la vez. Dígaseles "pecados", "manías", "delitos", "faltas", "extravangancias", "obsesiones" o "complejos".

Díaz-Plaja le dedica mucho espacio al pecado de la soberbia, sea porque le da un trato preferente, sea porque es el más cometido, sea por su centralidad o transversalidad, sea porque bajo la mirada del escritor obtuvo mayor interés, sea por tener que obedecer las consignas del editor, cosa que en aquella época me parece poco probable. ¿En qué lugar de la tabla pondríamos la anécdota de la familia unida organizada  que deja al más pequeño haciendo cola en la caja del supermercado (a sabiendas que nadie se lo va a ventilar) mientras que los demás hacen una melé en la sección de las galletas?

Lo bonito es presentar los datos no como pares de opuestos sino como si fueran complementarios o como si lo que interesara fuera la distribución de su actividad. De la misma manera que "yo" no es lo opuesto a "tú" sino incluso que "yo" según quien lo diga quiere decir una cosa u otra ( o yo), algo que creo que ya señaló el poeta Pedro Salinas o tal vez Roman Jakobson. Por ejemplo, si queremos hablar de algo diferente a la corrupción, que es el vicio de mezclar la vida privada y la pública, no tendríamos que hablar de la honestidad o cosas por el estilo sino que tendríamos que hablar del escándalo, que es el vicio de mezclar la vida pública con la vida privada. Claro que ésto, al ser un enciclopedia, ¿qué va a buscar, sino la circularidad o hasta diríamos la esfericidad? El orden alfabético es sólo una característica secundaria de las enciclopedias y ya queda resuelto con el índice de las etiquetas o de las materias, ese lugar donde la identidad y el parentesco no son un argumento. Nos remitimos a ese orden si se me permite ciclópeo, sin argamasa, que se aguanta por su propio peso o la disposición de las piezas y los enlaces-links o por algo equivalente a la quinta voz, esa voz fantasma que aparece en las polifonías córsicas de los armónicos, sin que la emita una persona.

La idea enciclopédica de la universalidad, idea que por cierto ya ha sido abandonada en las universidades, por lo menos en las catalanas y que yo sepa, más que atender a la moda étnica  o a algo tan etéreo como la globalización, lo que persigue es que ni una sola idea se mantenga o se defienda por el solo hecho de que pertenezca a alguien o de que encuentra un sólido ejemplo en un lugar del mundo, donde por otra parte todo es posible. En una enciclopedia hay que encontrar un equilibrio no precisamente tenso sino más bien holgado y promiscuo entre la admiración y el desengaño, entre la categoría y la anécdota. D'Ors tenía razón.  Las anécdotas deberían zozobrar en el mundo de las categorías y las categorías descender del parnaso de las ideas al proceloso y tendencioso sector de la realidad. Hasta cierto punto, que es donde está la gracia. Si es que tiene alguna gracia, claro. Por ejemplo, esto de las categorías y las anécdotas es un poco como lo del Dr. Hartford. Tom Cruise, el Dr. Hartford en "Eyes wide shut" (Stanley Kubrick, 1999), se muestra ya como un panoli -y perdón por el valencianismo- cuando se presenta en uno de los berenjenales en que se mete, que no recuerdo muy bien si es cuando se va a comprar el dominó para la orgía masónica o cuando entra en el night club como tal, como Dr. Hartford. Cuando la orgía, no mete la pata porque ya le han explicado que tiene que dar una contraseña, pero para presentarse como Dr. Hartford en un night club hay que ser bobo. solemne "I'm Dr. Hartford". Admitiendo que se le escapara por inercia, como cuando a una telefonista aún estando en su línea particular se le fuera algo así como "Le atiende Mari Pili, ¿en qué puedo ayudarle?",  no deja ser significativo de una costumbre muy asentada. Aún más, en algunas clases sociales más cercanas a la categoría que a la anécdota, en el país vecino del norte, es costumbre todavía que las mujeres se presenten a sí mismas por el nombre del marido: "Moi je suis monsieur Duval" (no "madame", ¡"monsieur"!) Y así de esta manera a lo tonto a lo tonto, hay por hay algún Dr. Hartford o sinónimo que cree que sabe de Medicina porque es el Dr. Hartford cuando en realidad lo que le pasa es que es el Dr. Hartford porque sabe de Medicina. Es decir, lo que pretendo decir es que el que sabe de Medicina -o de lo que sea- no hace falta que recurra a la autoafirmación para defender un principio o un tratamiento, aunque puede sacarla como justificación de por qué se atreve a defenderla. La autoridad es mejor reservarla para los niños y los casos difíciles: "Esto es así porque lo digo yo y punto". Pero ya se ve lo inconsistente que es y, de hecho, cuando uno tiene que recurrir a la autoridad o al Diccionario de la Lengua para rematar una discusión es que o no tiene argumentos o que tiene mucha inseguridad. Me parece.

¿Por donde iba? Ah, sí, que siempre encontraremos ejemplos concretos y casos personales muy conmovedores para defender incluso una aberración social como lo es la pena de muerte o ¿qué sé yo?, que personas con un equilibrio emocional muy frágil se obstinen en tener hijos. De hecho, parece que cuanto más grande es el interés personal de alguien en, por ejemplo, tener hijos, menos legitimado estaría su deseo, puesto que trasluce una obsesión. No es que no creamos en que puedan ser buenos padres o buenas madres, es que no podemos confiar. Servidora confiaría más en la pareja verídica a que se refería El día que estés muerto sabrás cuanto te quieren el pasado 24 de noviembre: "No nos podemos divorciar porque ninguno de los dos nos queremos quedar con los niños". No creo en ellos, pero confiaría más que en nadie. Dejo por tanto la entrada en un vibrato final donde tiemblan dos ideas complementarias o de distribución casi idéntica: creer y confiar. 

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