5.1.10

La hoja de gingko

Andreas Feininger, “Coney Island” (1949)

“El hombre del sombrero hongo tiene tics. Por ejemplo: relamerse los labios. De joven, al intentar dominarlo, se sometía a una feroz autocensura: apretaba los dientes como una barrera infranqueable e inflaba los carrillos para que la lengua, sin nada a qué asirse, quedara pataleando en el interior de su boca. Dejó de luchar porque el tic, que tenía sus recursos, al sentirse reprimido convocaba otros automatismos como revancha: subía el hombro, silbaba suave, guiñaba un ojo…”
Liliana Costa Staksrud, Infinitas formas de cosas tan delgadas

Si le dieran la fotografía de Andreas Feininger a una empresa  como Lynce, esa que cuenta la afluencia en las manifestaciones y escanea las muchedumbres hasta dar con cifras demoscópicas precisas, sabríamos cuantas personas había en Coney Island. Y sin embargo, la playa está en algunas zonas más abarrotada y en otras, la que quedaría más cerca del visor por ejemplo, está más libre no sabemos por qué. Seguro que alguna razón habrá o, mejor dicho, había.
Yendo a lo nuestro: anduve estos días buscando los gingkos de Barcelona. No todo iban a ser melocotoneros. Hay uno en el jardín de la Universidad de Barcelona y luego encontré otro en los Jardines Verdaguer, en Montjuïch (Núm. de catàleg: 0139-03-98). El de Montjuïch me costó encontrarlo. No sabía donde estaba exactamente y fui un día de mucha lluvia en que sólo había por allí algún japonés que iba o venía de la Fundació Miró y poco más. Al final, cuando casi habíamos desistido de distinguir el gingko, mientras barríamos con la mirada un claro del parque, descubrimos a nuestros pies sus hojas. El árbol estaba totalmente desnudo, pero a sus pies estaban las características hojas en forma de abanico. El gingko  biloba es único en su especie. El viernes, cuando regresaba de la piscina, vi una hoja de gingko biloba en mi camino. Miré a mi alrededor y no distinguí ningún árbol. Bueno, sí, había árboles  (un granado, un albaricoquero, un palosanto, una higuera) pero ninguno era el propio. Volví al día siguiente para recorrer toda la zona, que está formada por unas cuantas casas con huerto, que proceden de la época en que aquí se hacía la colada de la burguesía de Barcelona. Aún quedan los lavaderos y los pozos y es fácil imaginar la ropa blanca a clareo. He de volver otro día con la hoja en ristre, por ver si encuentro a algún vecino y le pregunto. De todas maneras, dado que la hoja estaba donde la encontré más sola que la una, también he de contemplar la posibilidad de que llegara allí por alguna de las ventoleras que a veces recorren esta ciudad arruinando el trabajo de los peluqueros. Les coiffeurs. O también podría haber llegado hasta allí a patadas, desde vaya usted a saber donde. Y es que en Barcelona, no así en el País Vasco, los niños pueden dar patadas a las cosas y llevarlas de una parte a otra de la ciudad con una diligencia pasmosa. En una versión romanticona de mis pesquisas podría incluirse la posibilidad de que la hoja estuviera como punto de libro de una adolescente que lee el sempiterno Árbol de las lecturas obligatorias de la secundaria. Y por lo tanto el árbol  verdadero podría estar por donde el Patronato (orfanato u orfelinato) Ribas -hoy I.E.S. Vall d’Hebron-, uno de los  edificios del arquitecto  Enric Sagnier i Villavecchia.
Según el catálogo de árboles de interés local del Ayuntamiento los dos gingkos que hay en Barcelona son los que he visto. Y sin embargo Divina Aparicio ha colgado una foto de otro tomada en el Parque de la Ciutadella, y por el aspecto del espécimen, podría tener unos 30 años o quizás más. De jacarandas sí que andamos más que mal. Por lo tanto, a mí que no se me diga que no hay más temas que tratar aparte de si Marilyn Monroe leyó o no leyó Ulysses.
Curiosamente, uno de los trastornos más frecuentes del lenguaje que podemos observar hoy en día aquí y en Coney Island es  -además del de meterse con Marilyn Monroe y otros temas calados socorridísimos- la megafonía o telefonía móvil, que es esa especie de manía  o tic de hablar en voz alta con el celular de manera que es imposible que  se les deje de oír  a algunas personas a 30 metros a la redonda. Sin embargo, atendiendo a la parábola del espléndido cuento de Liliana Costa sobre los “Tics modernos”, una nunca sabe si no será peor la represión de un tic que el tic mismo. En otras palabras, si para evitar un tic  simple como el de relamerse los labios, vamos a provocar un tic complejo con  espasmo de hombro, resoplido, guiño facial, etcétera, casi es mejor dejarlo estar.
De todos los trastornos lingüísticos que conozco el que más me llama la atención no es la coprolalia o lenguaje soez (debido al síndrome Gilles de la Tourette, que dicen que ha padecido gente tan provechosa como Mozart), ni tampoco es la megafonía móvil o la verborrea en general, no, el que más me llama la atención es la ecolalia. No tengo los conocimientos precisos para distinguir entre la ecolalia y la palilalia, así que me referiré a la ecolalia como lo hace la Wikipedia,  como  a “una perturbación del lenguaje en la que el sujeto repite involuntariamente una palabra o frase que acaba de pronunciar otra persona en su presencia, a modo de eco”.  Yo a lo largo de mi vida he conocido dos casos, en dos mujeres los dos, que creo que no están diagnosticados y en donde yo no voy a tomar ninguna iniciativa. Por supuesto. Lo curioso de los dos casos es que no se trata de la ecolalia típica que practican los niños para sacarnos de quicio (o no) o la del célebre mito de Eco y Narciso, por el cual la ninfa podía repetir a su favor todo cuanto el chico decía:
“Un día, cuando Narciso tenía 16 años (exactamente igual que mi Carmona buxiforme enana, pedazo de bonsai adolescente), un día, fue visto por la ninfa Eco. Mientras él perseguía ciervos. Hago notar lo de los ciervos para que nos demos una idea fugaz del entorno, de un lugar en donde no sólo había ciervos sino que además podían correr. Eco vio a Narciso y no podía decirle nada. Solamente podía repetir las últimas palabras que pronunciase alguien. Y eso era debido a un castigo de Juno a causa de que Eco la había entretenido con su charla para despistarla y hacer que la diosa no sorprendiera a Júpiter persiguiendo ninfas. Narciso, alejado del grupo de jóvenes que lo seguían siempre, notó la presencia de Eco y preguntó: “¿Hay alguien?”. De esta manera, sin proponérselo, dio pie a que Eco pudiera repetir: “Alguien”. Después de una especie de diálogo posible porque Narciso estaba intrigado y Eco enamorada, la ninfa fue desdeñada. Se escondió y fue a vivir a las grutas llena de vergüenza. Su cuerpo insomne se disipó y sólo pervivió su voz. Dice Ovidio: “Omnibus auditur”. Todos la oyen. Bueno, yo diría que no todo el mundo la oye, pero eso ahora no interesa y no tiene nada que ver con el mito” (Divagaciones de otoño (5))
¿Por dónde íbamos? Ah, sí, que no, que la ecolalia que yo conozco no es como la de la ninfa de las Metamorfosis. Más bien una tiene la impresión de que la persona no repite lo que oye, sino que parece adelantarse o superponerse como si estuviéramos diciendo algo absolutamente predecible. Pero no es así, claro. Es un efecto mental, como si el oído fuera más rápido que la voz de la misma manera que una emisión nos llega antes por la TV que por la radio (¿o era al revés?). Experimentar la ecolalia es algo que soy incapaz de transcribir pero que aún me maravillo de presenciar a pesar de la de años que hace que conozco a estas dos mujeres. No sé qué podría pasar si hablaran entre ellas, puesto que además, en el fondo cuando las oyes también te das cuenta de que hay algo inasible que las atenaza, una cierta rigidez. La atención, la disociación entre lo que es ser y no ser, hacer y hablar, lo que sea. Otra utilidad a la ecolalia no le veo. Se me dirá, claro, tampoco tiene utilidad la hepatitis. Pues no sé. En fin, si acaso, el darse cuenta de que si nuestras disociaciones fueran tan hermosas como la dicotómica y lánguida hoja del gingko biloba, sería una maravilla. Entonces, la tensión que hay entre lo que queremos pensar y lo que queremos decir, o entre lo que pensamos y lo que decimos, o entre lo que hacemos y lo que pensamos, lo que sentimos, sería una obra de arte.

Post registrado en SafeCreative - A la flor del berro (3) #1105179237444