16.6.10

Tres pueblos y dos telediarios (post 466)


Nature is what we see,
The Hill, the Afternoon –
Squirrel, Eclipse, the Bumble-bee,
Nay —Nature is Heaven.
Nature is what we hear,
The Bobolink, the Sea –
Thunder, the Cricket –
Nay, —Nature is Harmony.
Nature is what we know
But have no art to say,
So impotent our wisdom is
To Her simplicity.
Emily Dickinson
A los desarraigados

Pasarse de la raya, o pasarse tres pueblos tiene su contrapartida en la expresión le quedan dos telediarios, frases que van pasando por nuestras lenguas y que tienen sus momentos de gloria novedosa hasta caer en el desuso primero y luego en el olvido. Aunque no tienen el prestigio de una frigoría, un ergio o un caballo de vapor y ya no digamos de un bitio o un nanobot, sirven para sugerir de una forma muy expresiva y hasta exagerada ese no sé qué que queda balbuciendo que está en el genio de nuestras lenguas. La confusión de las unidades de medida del pasado y las que se van introduciendo en nuestro complejo  y acomplejado mundo, mi confusión debería decir, no está exenta de admiración. Y es que claro está que aunque en mi día a día no uso la magnitud del año luz (9.460.800.000.000 kilómetros) para nada, y ya no digamos la yarda inglesa o el celemín, sé que están ahí y van conformando nuestro mundo. Y al revés.

Empezaremos por el revés. Por ejemplo, el kin es una medida china de peso que equivale más o menos a 15 quilos, que debe de ser lo que la gente está dispuesta a cargar en condiciones normales. Pero, ¿establece el kin un límite de resistencia? O, sino, empezaremos por el final: ¿el dinero está condenado a ser la unidad de medida de la especulación? ¿Habrá especulación sin dinero lo mismo que hay dinero sin especulación?

A los catalanes nos resulta curioso que en Sevilla, si es que no ha cambiado la costumbre en los últimos años, se vendan las lechugas a peso. Aquí cuando yo era niña existía la torna, por la cual si el pan no llegaba al peso establecido (el de una barra de medio quilo, por ejemplo), se compensaba con un pedacito de pan cortado de otra barra. Después se introdujo el bastón y al final, cuando la gente se fue olvidando de su porqué, parecía que el bastón era algo que nos daban a los niños para congraciarse con nosotros cuando había que hacer cola. Un lío. De niña también compraba el chocolate de la merienda en la porción correspondiente: una onza. Lo vendían a granel. Cuando se manejaban céntimos de peseta a veces te daban de cambio un caramelito minúsculo de eucalipto que valía (si lo comprabas) 10 cts. Y cuando iba a Galicia veía que allí mi familia compraba el azúcar a granel, no en un paquete de medio quilo. Allí las tijeras de cortarse las uñas también eran diferentes, más grandes, así que de vuelta a Barcelona me sentía un poco como Alicia en el País de las Maravillas o Gulliver, con los objetos que iban cambiando de tamaño y descubrían así toda su plenitud opalescente. Yo ya no tengo cabeza para saber qué será media fanega de garbanzos, pero por razones diferentes a las que me impedían responder a la pregunta aquella de si quería más a mi padre o a mi madre.

De hecho tengo mis dificultades para leer un mapa, tal vez porque -mal expresado- me lo quiero tomar al pie de la letra y así no se puede ir a ninguna parte. Para más Henry me enteré recientemente de que el plano con que habitualmente se nos representa mi ciudad está pero que muy mal. Superhipermegamalísimamente mal de la muerte.  Mogollón  de mal. Mal a joderlo, vaya. Que en cualquier otra ciudad no se regiría por esa cuadrícula que es el Ensanche de Ildefons Cerdà, sino por la orientación del Paralelo (41º22’34)  y la Meridiana (*).

Qué tiempos aquellos en que en los libros de gramática había un John (para el inglés) y la famosa María para el español, que solían hacer de sujetos o de lo que hiciera falta e invocaban estructuras sintácticas en torno de ellos con sólo nombrarlos. En las gramáticas normativas modernas como se usan ejemplos reales o documentados por los escritores consagrados ya excluyen aquellos seres que tenían una existencia tan precisa y perfilada. “María le pidió a su hermano que comprara manzanas”. Las manzanas también eran buenas para los modelos sintácticos y para las matemáticas de parvulitos. Lógicamente, hubiera sido más mnemotécnico usar una de aquellas gloriosas frases de Lezama (“La caca del huérfano hiede más”, “[...] y ver cómo el sillón lentamente / va avanzando hasta alejarse de la lámpara”. Todo es por la manía de la claridad y el paradigma prístino.

En la medida todo tiene su razón de ser, creo. Dicen que las salchichas de Frankfurt en su principio principal tuvieron que ver con un atributo masculino medio, de la misma manera que una galleta María (otra vez María) de Fontaneda cabe exactamente en la boca considerada como un buzón, aunque se quede atravesada y nos anule momentáneamente para cualquier tipo de comunicación oral  verbal. Después están aquellas habilidades domésticas de sacar el tamaño del pie que se calza por el contorno del puño, principios que no están tan alejados del canon griego, el número áureo y el número Π. 

Creo que un huevo pasado por agua precisa 3 minutos de cocción, pero que ese tiempo puede contarse rezando un credo y tres avemarías. No estoy segura, la verdad. Yo si rezo un padrenuestro demasiado despacio pierdo el hilo y se me mezcla el reino, la voluntad y las deudas de los deudores. Si bien es cierto que la poesía está cargada de medida y que el soneto, su manifestación suprema en las lenguas románicas, es un “formato” que condiciona a una determinada actitud argumental y vital, de la cual en parte nos sentimos  ya cautivos, también lo es que la poesía tiene que trasladarnos a una sensación de desasimiento. Como si en la poesía no importaran tanto las púas del peine como ese espacio sugerente que hay entre ellas. Los agujeros de los cinturones, a decir verdad, me ponen muy nerviosa, tan redonditos y equidistantes. Y no quiero un Dios previsible, un juez que imparte suerte, justicia y milagros (oh jo jo) como si fuera un Showman o un predicador que invade megaherzios.  Hasta las caricias pueden convertirse en algo mecánico, como el tiempo que tarda un ascensor en desplazarse desde un piso al siguiente. Otra cosa es el instinto para saber meter ahí una breve conversación y rematarla empáticamente, cuando se recoge la puerta. Eso es un don, como el arte de escribir frases en las cartas postales desde un destino turístico o que no se vea la raya de cada paso adelante en una conquista amorosa. 

A veces quisiera ser un ser unicelular, un paramecio, ir a la deriva en la nada del absoluto. O ser infinita. Me cansa tanto orden, ostras.

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(*) “Su nombre se debe a su ubicación, puesto que su tramo inicial coincide con el meridiano Dunquerque-Barcelona, que se utilizó en 1791 para definir la longitud del metro como la diezmillonésima parte de un cuarto del meridiano terrestre” (Wikipedia).




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