28.7.10

Sherezade

Santa María de Pedralbes. Monasterio de las clarisas (Barcelona)


“Cada vez que encuentro una, echo su contenido en un árbol. No sé cómo es el género de personas que abandona botellines de agua, no sé si tiene que ver con alguna deficiencia física o psíquica. No sé tampoco si hay una explicación más allá del hecho de que son envases con agua desechada por haberse calentado y porque ya ha colmado una sed sin demasiadas aspiraciones” (El pequeño viaje, *A la flor del berro, 8 de agosto de 2007)
“Pero la mayoría justifican la frase de [¿Bernard?] Berenson: «Lo que se escribe después de los sesenta años no vale más que el té que se hace siempre con las mismas hojas»” (Simone de Beauvoir, La vejez)

espués de mi propia aportación al cúmulo de redacciones sobre “La vaca” y prácticamente agotado el tema de las flores del melocotonero y el brocado chino, tengo que volver al viejo asunto de los botellines de agua abandonados por doquier. Fue uno de los primeros posts que escribí en este blog. Y sin embargo, las personas y la gente en general siguen tirando botellines de agua a medio consumir y hasta garrafas de 5 litros o botellas de a litro y medio porque ya no están frías.  Lo que escribí ha sido inútil. Y esta servidora sigue agachándose para recogerlas y abocar su contenido en los alcorques del sufrido arbolado de Barcelona. Es lo que se me ocurre que se puede hacer. Hay botellas a las que apenas se les ha dado un trago al gollete. Yo no sé si es cierto que dentro de unos años Madrid tendrá que padecer las calores de Sevilla y Sevilla las de Tuxon, pero lo que sí sé es que me parece criminal que se desperdicie el agua y que se la trate de esa manera. Yo no sé tampoco si todo el mundo es capaz de apreciar la sed que nos presentaba Antoine de Saint-Éxupery en La citadelle, un libro de gran belleza, pero más o menos todo el mundo ha tenido alguna vez sed. Ni que sea después de una resaca o de un  bocadillo de jamón mal curado, ya no hablo de la sed del santo cansancio después de haber excavado o pintado, o simplemente después de haber pintado una pared cualquiera, medianera.
Así que mientras echen botellas prácticamente llenas de agua por ahí, yo seguiré -si tengo salud- echando su contenido en los alcorques y de vez en cuando lo recordaré aquí cuantas veces lo considere necesario.
La frase de Berenson que he conocido a través de Simone de Beauvoir no la puedo acabar de subscribir. Es cierto que los escritores siempre escriben el mismo libro o el mismo texto, pero los hay que primero recuelan el té, después enseñan la tacita, luego el plato de la tacita y así indefinidamente como el cuento de nunca acabar, como Sherezade contando sus historias al Rey Shahriar mil y una noches. Además una buena historia gusta oírla no una, sino mil veces.
La frase de Berenson me recuerda también el diálogo del prestidigitador y el director de El público, de Federico García Lorca, que reproduzco:

“PRESTIDIGITADOR. Cuando dice usted amor yo me asom­bro.
DIRECTOR. Se asombra, ¿de qué?
PRESTIDIGITADOR. Veo un paisaje de arena reflejado en un espejo turbio.
DIRECTOR. ¿Y qué más?
PR ESTIDIGITADOR. Que no acaba nunca de amanecer.
DIRECTOR. Es posible.
PRESTIDIGITADOR. (Displicente y golpeando la cabeza de ca­ballo con las yemas de los dedos.) Amor.
DIRECTOR. (Sentándose en la mesa.) Cuando dice usted amor yo me asombro.
PRESTIDIGITADOR. Se asombra, ¿de qué?
DIRECTOR. Veo que cada grano de arena se convierte en una hormiga vivísima.
PRESTIDIGITADOR. ¿Y qué más?
DIRECTOR. Que anochece cada cinco minutos.

Donde el prestidigitador y el escritor dicen “amor” podemos poner cualquier cosa. Bien, “botellín de agua”, no. O sí…, anda, prueben, prueben.  La cuestión es que hay que seguir.

Transcribo aquí para acabar (por hoy), puesto que no es fácil de encontrar el libro, otro fragmento de La vieilleuse de Simone de Beauvoir que tan bien nos habla del equilibrio o la tensión de los escritores en su deseo de comunicarse y en las cosechas de incomprensión que obtienen:
«Escribir es, pues, una actividad compleja; es, con el mismo movimiento, preferir lo imaginario y querer comunicarse; en esas dos elecciones se manifiestan tendencias muy diferentes y a primera vista contrarias. Para pretender substituir el mundo dado por un universo inventado hay que rechazar agresivamente aquél; quien se mueva en él como pez en el agua y considere que todo cae de su peso no escribirá. Pero el proyecto de comunicación supone que uno se interesa en el otro; aunque haya enemistad, menosprecio en la relación del escritor con la humanidad -si escribe, como Flaubert, para desmoralizarla o para fustigarla, reprocharla, descubrir su ignominia-, pretende ser reconocido por ella; si no, su proyecto mismo de denunciarla quedaría condenado al fracaso y no tendría sentido; por el acto de escribir le acuerda más valor que en sus declaraciones verbales. La desesperación absoluta, el odio radical a todo y a todos sólo se avendría al silencio.
El proyecto de escribir implica, pues, una tensión entre un rechazo del mundo donde viven los hombres y cierto llamamiento a los hombres; el escritor está a la vez contra ellos y con ellos. Es una actitud difícil; implica vivas pasiones y, para ser sostenida mucho tiempo, exige fuerza (Simone de Beauvoir, “Tiempo, actividad, historia”, La vejez)».


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