8.9.10

Ni grande ni pequeño


“Because there is a law such as gravity, the universe can and will create itself from nothing. Spontaneous creation is the reason there is something rather than nothing, why the universe exists, why we exist”
Stephen Hawking, The grand design

oy está prevista la publicación de The grand design (“El gran diseño”), el último libro de Stephen Hawking, escrito en colaboración con Leonard Mlodinow. A pesar de que he utilizado los grandes accesos de que dispongo para poder disfrutar de los extractos que publicó “The Times” en agosto, no he sido capaz de poderlos consultar. Hace veinte años, cuando se hablaba en mi oficio de la desaparición del gran bibliotecario y del papel, ya había algunos que opinábamos que la figura del gran intermediario tal vez iba a ser más necesaria si cabe. En el día a día me encuentro con la constatación de que eso sigue siendo así con la gran añadidura de que cada vez los llamados “usuarios” tienen menos interés en ser autónomos a costa de iniciarse en un sistema cada vez más complejo, “multifactorial” y mercuriano.  Por lo tanto debo advertir de que la cita del principio está tomada de una fuente no contrastada.

Una de las informaciones que sí es del dominio público en internet es la cifra del gran cociente intelectual del físico inglés (para algunos medios de 152, para otros de 218), la más elevada conocida, y que ya fue alcanzada por una niña llamada Georgia Brown que tenía 2 años cuando fue valorada. Las grandes expectativas y la gran polémica que ha levantado la última publicación de Hawking y Mlodinow se centran en la teoría de la superfluidad de Dios para explicar la creación del universo, que fue creado espontáneamente de la nada. Yo quiero pensar que esta teoría tan realzada por los mencionados extractos de agosto y por la polémica no deja de ser una pequeña parte del trabajo, y que el marketing editorial ha hecho todo lo demás. De la misma manera que la foto que acompaña este post es una recreación pseudocientífica de los grandes media para resaltar una serie de grandes atributos de la Física moderna.

A bote pronto, sin saber mucho más, me doy cuenta de dos cosas: 1) las teorías de S. Hawking no me suscitan el más mínimo interés y 2) me extraña, incluso en los cosmólogos, que los científicos o algunos científicos sigan posando una parte de su atención en la teología (que también es una ciencia), sobre todo si Dios es superfluo. Y no creo que sea problema de mi c.i. ni la cosa 1 ni la cosa 2. Por otra parte admitiré que me causa la mayor preocupación o no entiendo ni las grandes respuestas de la ciencia oficial ni tampoco sus grandes preguntas con sus grandes interrogantes. Sobre todo tal y como va el mundo. Es curioso como se suelen oponer la ciencia a la religión o la religión a la ciencia, cuando a veces lo que ocurre es que la ciencia está opuesta al mundo.
De la misma manera que no entiendo el mecanismo por el que llega el agua al grifo de mi cocina o pueda escribir en una pantalla, no entiendo la cosmogonía, pero la teoría de que al principio era el Verbo, o que todo viene de la vibración de un sonido que produjo la sílaba mística OM, me resultan suficientes para ir tirando. Otra cuestión llamativa para mí es la antonomasia de la ciencia oficial. El uso exclusivista y casi supersticioso de la palabra “ciencia” para una parte del saber humano en el que no es precisamente oro todo lo que reluce. Y hasta aquí puedo leer o escribir.

Una vez despachado este tema  podemos pasar de lleno o de vacío al ¿otro? tema antonomásico, el amor. Ustedes se dirán, pero si no ha podido con el color verde, cómo se atreve con un tema que ha tratado pálidamente el escritor probablemente con el mayor c.i. mundial, Goethe. Y en el caso de que supiera algo, que no sé, ese tema está tan impregnado por los usos y costumbres y por su naturaleza presuntamente inefable, que es meterme en camisa de once varas. Entre Goethe y las postales de Hallmark ya está todo dicho.

Vuelvo a recurrir a la frase de Teresa de Jesús (“Lo que os haga amar, eso haced”) y una que le oí a Teresa de Calcuta en un documental alemán que emitieron en TVE1 a su muerte. A la gran pregunta de si a los grandes pacientes terminales de su hospital les valía la pena vivir vino a decir más o menos  que siempre que se ama o se es amado vale la pena vivir.

Verdaderamente, para mí añadir ni que sea una palabra a lo que dijeron las dos  grandes santas es además de pretencioso baladí. Pero estaba pensando en mi gran tía Fina. En la imagen que acompaño es la niña de pelo rizado de la derecha. Mi padre es el niño de la izquierda, un año menor.

 Betanzos (La Coruña), c. 1927
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Cuando murió mi padre mi tía Fina, que vive en Madrid desde hará cosa de 60 años, le ofreció allí en su parroquia una misa por su salvación, cosa que a la vista de como va el mundo a mucha gente le moverá a gran risa o burla, pero que yo le agradeceré todos los días de mi vida. Mi tía Fina llamaba a mi madre de tanto en vez hasta que dejó de llamar y nos preocupamos, porque además su teléfono no atendía llamada alguna. Me costó mucho dar con mis primos y lo hice en circunstancias que no son al caso. Afortunadamente, está lo que se dice “institucionalizada” en una residencia geriátrica en el mismo  gran Madrid, por lo que mi prima (que tiene cinco grandes hijos) puede ir a verla cada día. Como decidí ir a verla dentro de unos días y pasar una gran mañana con ella, mi prima me advirtió que en su estado tampoco es que de para más conversación.  Yo creo a mi prima, no pongo en duda su  gran punto de vista. Y sin embargo, pienso que el gran hecho de estar con ella un rato ya es mucho. Y no lo sé decir de otra manera. Yo preferiría no verla así, con tanta artrosis, tan anciana, pagando la factura de lo mucho que trabajó por sacar sus hijos adelante con su negocio en Chueca, y también  pagando la factura de lo mucho que fumó. Pero la quiero. No hace falta ahora pues añadir nada más. Ni grande ni pequeño.
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La miniatura de hoy procede del alfabeto de la muerte de Hans Holbein (¿1538?)


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