25.2.11

De piedra


stoy reuniendo una colección de orejas de estatuas, aunque ya sé que es inútil, de la que hoy me atrevo a mostrar una primicia.  No le veo inconveniente alguno a dejarme llevar por mis inquietudes o veleidades artisticoides y de orejoneo, que mudan, por otra parte. Hay alguna oreja tan tosca que podría pasar bien por un ejemplo de oreja de coliflor o de luchador, pero otras muestran una delicadeza que por ella misma mismamente me libera de defender que hasta las piedras sienten. La mirada de las estatuas tampoco debe ser material fácil, así que en esta colección que empecé ayer me inicio en la prospección de otro pozo sin fondo de admiración, sangre, sudor y lágrimas. Como no tenía bastante con la música, se añade el mármol enamorado.

Hoy he averiguado la etimología de la palabra italiana ciao (<sciavo, “esclavo”) (hola y no adiós, por cierto), que vendría a ser como nuestro arcaico “su segura servidora”. Y  ya no puedo considerar la palabra con ingenuidad, tal y como la tenía presente, exenta de esa disposición casi total. Cuando tenía casi todas mis sinapsis neuronales en activo y no como ahora que estoy perdiendo facultades a marchas agigantadas, alguna vez me gustaba imaginar que yo había sido la esclava de una esclava allá por el siglo I. Sí, me gustaba ensoñar o acariciar la idea de creer en una especie de metempsicosis por la cual yo... ¿recordaba?... haber sido capturada en Galicia, llevada a Cádiz y allí haber servido a otra esclava, una bailarina. Las famosas bailarinas gaditanas causaban furor en Roma. y yo creo que aún son de lo mejor. Las esclavas gallegas eran buenas para trabajar duro y como nodrizas. Mi bisabuela materna amamantó a una barbaridad de niños ricos y a los suyos propios. La bailarina gaditana, sus crótalos o argentinos jalalíes y yo misma fuimos llevadas a Roma para servir a una patricia que era buena aunque temperamental. La patricia poseía, supongo que por ostentación o standing, además de a nosotras, a un babuíno que sí que tenía un carácter malo malo. Además de agresivo era jodido y cruel. Especialmente conmigo. Pero yo todo lo sobrellevaba con paciencia y conformidad porque era feliz. ¿Ustedes saben lo que es ser feliz? Pues eso. Tal vez hubiera preferido que la señora tuviera como mascota  un tierno lemur pero las cosas son como son. Ésto es lo mismo en el siglo I que ahora. Estas ideas o, si quieren, ideaciones, tienen para mí tanta realidad o son tan verdaderas como lo que sí puedo demostrar y hasta defender en caso de apuro.

Los rostros de la gliptoteca romana, griega, etcétera, vienen de las noches de los tiempos, esas noches largas que también pasaron nuestros antepasados y que espero que pasen los que nos sucederán. Como dijera Ramon Llull, “jo em meravell” de tanta variedad en los rostros, sus expresiones, sus rasgos. Casi casi no hay un rostro igual a otro. A veces veo como yo creo que ven los escultores a sus modelos, como peonzas. Trottole. Pero, claro, como una peonza que gira y muestra no siempre la misma cara sino muchas, infinidad. Como a un holograma o a un ser preternatural, a decir verdad. Otras veces también soy capaz de una lucidez fulminante, cosa que normalmente me conduce a la modestia pero –lo lamento- nunca jamás a la cordura, más asimilada a lo que se supone es la normalidad. También sé como todo hijo de vecino de esos estados de claridad oscura, por la noche cerrada, alta,  cuando de repente todo se nos hace una montaña y hasta sentimos su peso abrumador y enganchoso, agobiante, y por el contrario todo se llena de hondas ausencias. Difícil es hablar de los sentimientos, aunque siempre nos podemos apoyar en las convenciones, en la buena educación y movernos entre clichés seguros y el valor no menos seguro de la ironía más evasiva y distante. Esta madrugada me despertaron la modestia, el miedo, una ausencia que siento, la claridad, mi pérdida de facultades, y tomé un libro de poemas de Pablo Neruda. No le tengo gran simpatía, al contrario. Le tomé manía cuando supe que había tenido una hija con hidrocefalia de la que siempre huyó como algunos hombres y mujeres cobardes huyen de la desgracia, de la pena. Fue desalmado. Bien pensado también pueden llegarme a desazonar aquellos poetas que pretenden hacer de sus desgracias una obra irrefutable en su belleza absoluta. Ese libro lo tengo porque lo heredé, junto con toda la obra completa de Camilo José Cela, de un amigo que murió hace 2 años y medio. Lo abrí per sortes Virgilianae:

Cuando tus manos salen,
amor, hacia las mías,
¿qué me traen volando?
¿por qué se detuvieron
en mi boca, de pronto,
por qué las reconozco
como si entonces, antes,
las hubiera tocado,
como si antes de ser
hubieran recorrido
mi frente, mi cintura?
...

Y pensé, qué bueno. Dio en el clavo. No recuerdo haber leído antes que el amor se sintiera como algo que conectara con un revivir. “Revivir” es tal vez una palabra que no tiene sentido, todo sentido si no tenemos presente que es “volver a vivir”. Me doy cuenta que tanto significa que algo se aviva, anima o resucita como que se recuerda o se despierta.

 “Nosotros los Domínguez”, frase con la que suelo introducir a mi madre cualquier explicación sobre una condición que me viene impuesta por mi material genético paterno, tenemos unas primaveras perturbadorísimas, como lo deben de ser la de los seres que salen de su letargia invernal. Y pretender trasmitir algo de lo que nos pasa por la cabeza o hasta por las orejas, que es poco más que nada y que desconozco, es tan complicado como el principio de la incertidumbre de Heinsenberg.

Adolfo Suárez el 23F, solo

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