20.3.11

La camelia de Pillnitz

ólo alguna vez he lamentado que mi identidad digital sea diáfana y no escudarme en un pseudónimo o pseudoanónimo o sesudónimo. Y eso es cuando en ocasiones como la de hoy intentaría reflexionar sobre lo que estoy viendo que pasa en el lugar donde me gano el pan y donde están empezando a caer en cascada muchos puestos de trabajo sin plaza en propiedad y las personas que los ocupaban son desplazadas de arriba a abajo o a un centro de salud primaria, o de abajo a la calle, según sea el tipo de cargo, contrato o pufo  (*) que tenían. Como no puedo decir además gran cosa, callo, pero eso no significa que no lo observe y en algún caso lo sienta. No me importan gran cosa los carguitos que habían proliferado y que ahora serán reintegrados a su plaza de origen, sino la gente que ocupaba esas plazas mientras sus propietarios se dedicaban a coordinar, ir de congresos y esas cosas. Se suele decir en la Administración pública que un camello es un caballo hecho por una comisión y es verdad. 

Si mi identidad digital estuviera enmascarada bajo el nombre de una princesa medieval, un pokémon, una diosa, o alguna heroína romántica, ahora ésta que escribe estaría hablando de porqué los gerentes de los hospitales perciben sus incentivos por la regla de tres del número de plazas que destruyen multiplicado por dos y dividido por 3,76767676 elevado al cubo. También hablaría de que en los hospitales públicos circula dinero que no es público y que por lo tanto es difícil de fiscalizar o controlar, analizar, fijar y dar esplendor, y de oca en oca tiro porque me toca. Para los que no entienden las cosas a la primera añadiré que me importa un pito el gerente de mi hospital (que es más de lo que yo le importo a él, por otra parte), y que si callo no es por él y la gente como él sino por los pufos y los que todavía están más en precario.

Por lo tanto otra vez tendré que recurrir al legendario y encumbrado tema de las flores del melocotonero, un tópico en el que se han probado hasta las mejores plumas y que por lo tanto no es cualquier cosa. La rueda de los días va girando, a veces como un carrusel, a veces como las orugas de un tanque, a veces como el remolino del agua cuando desaparece pútridamente por un sumidero lleno de suciedad, a veces como una hoja seca que cae buenamente como puede. Dicen que la Luna, que ayer se pudo ver además de redonda más grande de lo normal porque estaba más próxima, se está alejando cuatro centímetros cada año de la Tierra. Cuatro centímetros no son nada, como los veinte años del tango, pero pienso que algo se tiene que notar a la corta y a la larga. Aparte de la improbable o no tan improbable influencia de la Luna en los maníacos, en la gestación, en la fermentación del vino, en el crecimiento de las plantas y en las mareas, creo que también ejerce alguna influencia en asuntos que apenas tenemos en consideración pero que acumulados son mucho. En mi modesta opinión la Luna interviene mucho en la formación del polvo y he observado que hay días que es inútil levantar el polvo de la casa porque está como imantado. De manera que si es cierto que la Luna influye en los bancos de atunes y en las borras, como a mí me lo parece, no necesito saber más.

Dicho esto habrá que añadirse que uno de los ejemplares singulares de la flora de Europa, como íbamos diciendo, es el camelio del Palacio de Pillnitz en Alemania. Fue un regalo del emperador del Japón el año 1776 y primero estuvo en Inglaterra, al parecer. Se suele decir que es el camelio más viejo de Europa, pero yo diría que el Matusalén del Parque de Castrelos en Vigo por lo menos es casi tan grande y si no es tan viejo le debe andar por ahí. Desconozco la razón por la que hay tantos camelios en Galicia, pero ayer vislumbré uno en flor en la tele, cuando hacían un reportaje sobre la fiesta de los Pepes de El Ferrol. El milagro se produce cada año, el de las camelias digo. De una de sus 100 o 250 especies, según quien las cuente, de la Camellia sinensis, procede el té. Como tampoco está nada claro si es un árbol o un arbusto, me decanto por la primera opción y punto. La flor, cuando llega al final de su vida se deja caer de una vez y para el sonido que hace ese desasimiento y ese dejarse vencer tienen los chinos en su lengua una palabra, según le oí una vez a Álvaro Cunqueiro. El ilustre escritor de Mondoñedo, equiparable a Josep Pla, también decía que los gallegos se parecían a los chinos en que se lo comían todo y no vivían -esto ya lo digo yo- bajo el imperio de aquellas páginas de la Biblia que han determinado nuestra gastronomía. Pero, bien mirado, gracias a que los judíos no pueden comer cerdo o pulpo, tenemos más para nosotros. Perro no comemos.

(*) El pufo es, hasta donde y se, un arreglo por el cual hay un quítate de ahí que me pongo yo, pero en el que a veces ni siquiera los afectados saben donde están ni a cuento de qué. Es decir, hay algún caso en el que una plaza la ocupa no la persona que tendría que ocuparla después de haber pasado un proceso público de oposición. De cara al órgano de la administración inmediatamente superior puede parecer que sí, pero en realidad esa persona la meten en otro sitio en el que pueda ser olvidada y en su lugar ponen a alguien que no tiene donde caerse muerto porque no ha ganado ninguna plaza pero que por los méritos cualesquiera que hizo se considera que es insubstituible. Ahí tenemos dos afectados, uno que está desplazado de su sitio sin saberlo y otro al que se le ha hecho el pufo para retenerlo.  La cosa se complica cuando un pufo afecta a varias personas, cuando se desplaza a varias personas de su sitio a fin de que no pueda destacarse tan claramente quien es el que ha sido privilegiado con el pufo principal.


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