"Sin embargo, «monoparental» no deriva de «padre» sino de «pariente»,
en el sentido de «progenitor». De otro modo, la expresión
sería «monopaternal». En segundo lugar, la inmensa mayoría
de las familias «biparentales» (en las que está presente
un padre y una madre) son «monomarentales» (es decir, que
sólo tienen una madre)."
Pienso en primer lugar en cuando se legalizó el divorcio en Irlanda, donde se creía que el principal impedimento era de tipo religioso cuando en realidad era debido al sistema de transmisión patrimonial de las tierras. Es decir, un país de base aún bastante rural, podía ver temblar sus fundamentos si las tierras se dividían o pasaban por todos los lances que se me ocurren ante una separación de bienes con hijos por medio. También pienso en las bases del Derecho Romano, donde la institución del pater familias aseguraba situaciones tan anómalas o absurdas como que uno podía ser considerado padre incluso aunque falleciera tres años antes del nacimiento de su hijo, mientras que lo de ser madre estaba casi siempre en entredicho o, por ser más exactos, merecía otra consideración. Evidentemente, entre el derecho que rige en Irlanda y los albores de Europa hay mucho que contar. Pero tanto si sumamos como si restamos, tanto si nos remontamos al modelo hutu como si nos inspiramos en otros menos exóticos, pensamos que una familia, nuclear o extensa, es algo que existe en todas las sociedades humanas. Lo de la señora del principio también se conoce en ámbitos de la Antropología cultural como unidad doméstica matrifocal.
A lo que quiero llegar, y les voy a evitar cualquier merodeo, es al hecho de que en una familia -sea una unidad doméstica matrifocal al estilo de la película aquella titulada "Mi hija Hildegart" (Fernando Fernán Gómez, 1977), sea una comuna, sea polígama, monógama o lo que sea- siempre hay una relación de poder. Y algunas veces ya sabemos que una relación de poder puede llegar a ser incompatible con la dignidad de las personas.
En las unidades de urgencias de los hospitales y en los juzgados de guardia ven todo lo que da de sí la dignidad de las personas y las relaciones de poder. Y ya no me refiero al maltrato llamado de género, físico o psíquico. Me refiero a cosas como que a uno de los cónyuges el otro le revuelva los cajones o el disco duro o que se meta incluso en sus cuentas en internet para fisgonear qué hay y qué no hay. He sabido de dos casos, en matrimonios de lo más normal, que aparentemente llevan una vida que desde fuera se considera ordenada y sin nada fuera de lo corriente o de la media. El primer caso me lo comentó la parte contratante femenina de un matrimonio cuyo nivel cultural podemos considerar medio-alto, de profesores universitarios. En aquel entonces me pareció deleznable. Y mido mis palabras. La confidencia me incomodó en su mayor medida por cuanto era, como suele ocurrir, un desahogo. Siguen felizmente juntos. El segundo caso lo descubrí yo, hace unos días. Por lo tanto vi invadir mi propia intimidad y, por razones que no sé si hace falta explicar, decidí hacer mutis y alejarme. En cualquier caso, a estas alturas ya he llegado a la conclusión de que ocurren dentro del matrimonio cuestiones de sexo, mentiras y cintas de vídeo que no pueden ser valoradas así como así desde fuera. Y, como decía una amiga mía, "las mujeres tenemos dos ocasiones de hacer el ridículo, cuando nos enamoramos y cuando somos madres". La frase sirve para los hombres también, para las unidades domésticas monomaternales y para cualquier tipo de pareja. Quien no haya hecho el ridículo alguna vez que tire la primera piedra.
Las relaciones amorosas o matrimoniales son tan contradictorias como lo son otras relaciones de poder y una nunca sabe quien "manda", como si se tratara de monstruos bifrontes.
"Jewish giant at home with his parents" (Diane Arbus,1970)