20.3.17

Telling my whole life with his words

n la novela El jinete polaco se mencionan muchas canciones del patrimonio sentimental de una determinada época, pero la única que recuerdo es "Killing me softly", cantada por Roberta Flack, tal vez porque se convirtió en una especie de leitmotiv a lo largo del texto. Es una bellísima canción que solo pudo igualar -o incluso mejorar- con su interpretación Frank Sinatra, en una versión estremecedora de principio a fin.  
Truman Capote, para mi gusto uno de los mejores novelistas del siglo pasado, también incluyó en Breakfast in Tiffany's algo que se convertiría en la maravillosa escena de la película de Blake Edwards. Pero se supone que Holly Golightly lo que canta en el libro no es Moon river sino alguna canción de Cole Porter, del musical Oklahoma! o una que dice "Don't wanna sleep. Don't wanna die. Just wanna go a-travelin' through the pastures of the sky" (*) que tal vez no ha existido nunca o al menos nunca ha sido grabada. Audrey Hepburn hizo la escena de la película con una toalla alrededor de la cabeza, cuando se supone que en la novela llevaba el pelo al aire para secárselo al sol.
Pero no es el tema lo que queda de una novela cuando se transforma en un guion cinematográfico, tanto si es mejor o es peor. El parecido físico de George Peppard y Truman Capote tampoco no resistiría la menor comparación. El tema sería en todo caso darse cuenta de que la discografía abrió a los escritores, cuyo trabajo suele resultar solitario, la posibilidad de tener una especie de compañía que no exige demasiada atención. En realidad esa compañía puede llegar a ser un engorro, si es percibida, y si no es percibida no sirve de gran cosa. Y con ello todo lo más que quiero decir es que el oficio de escribir se ha disociado del oído y como ya hace tiempo que la literatura culta y convencional había dejado la oralidad -de la que siempre quedó algo- la música resulta un material ajeno a las palabras por lo menos como "hilo musical" o ambiental. Pero está claro que lo mismo que hay una sinergia entre la literatura y el cine, también lo ha habido siempre entre la música y la literatura.
A los músicos y melómanos a veces hay que frenarles su entregado entusiasmo por su arte simplemente diciéndoles que es complicado decir "queso" o "prevaricación" con un instrumento musical. En cierta manera les pasa un poco como a los forofos de los grandes clubes de fútbol, cuando acaban por decir aquello de "somos los mejores". También podría decírseles aquello de que el disfrute de la música es el que más claramente puede llegar a saturar los sentidos y producir aversión física y hartazgo. No lo podemos dar por argumento muy fundamentado ni menos como definitivo, pero por lo menos sirve para que los melómanos incondicionales recapaciten. Las musas no reparan en las comparaciones, sean odiosas o amables.
La letra de "Killing me softly" dice:
Strumming my pain with his fingers
Singing my life with his words
Killing me softly with his song
Killing me softly with his song
Telling my whole life with his words
Killing me softly with his song
La canción en español se conoce como "Suavemente me mata con su canción" y es una canción sobre una canción, algo de lo que seguramente habrá más ejemplos. Es bonito lo que dice de que rasguea el dolor de quien la escucha con sus dedos (como si fuera una guitarra) y que explica su vida entera con esas palabras. Esa facultad que tienen muchas canciones y algunas novelas o poesías de apoderarse de la historia de nuestra vida aunque la desconozcan y además hacerlo con precisión y sucintamente, es algo que nos habla de la universalidad de muchos sentimientos por particulares que resulten, y de la particularidad de otros sentimientos, por universales que sean.
En nuestro quehacer clasificador y sistematizador llega un momento que hay que deponer las fuerzas y abandonarse un poco a la elocuencia de esas sincronías.
*
¿Qué novelista escuchará el aflamencado "Despacito" o las deslocalizadas "Súbeme la radio" o "La bicicleta"?




(*) Además, tenía un gato y tocaba la guitarra. Los días de mucho sol se lavaba el pelo y, junto con el gato, un rojizo macho atigrado, se sentaba en la escalera de incendios y rasgaba la guitarra mientras se le secaba el pelo. Cada vez que oía la música, yo me acercaba silenciosamente a la ventana. Tocaba muy bien, y a veces también cantaba. Cantaba con el acento afónico y quebrado de un muchacho. Se sabía todas las canciones de los musicales de éxito, de Cole Porter y Kurt Weill; le gustaban sobre todo las canciones de Oklahoma!, recién estrenada aquel verano. Pero en algunos momentos tocaba melodías que hacían que me preguntase de dónde podía haberlas sacado, de dónde podía haber salido aquella chica. Canciones nómadas, agridulces, con letras que sabían a pinar o pradera. Una de ellas decía: No quiero dormir, no quiero morir, sólo quiero seguir viajando por los prados del cielo; y parecía que ésta fuese la que más la complacía, pues a menudo seguía cantándola mucho después de que se le hubiera secado el pelo, cuando el sol ya se había puesto y se veían ventanas iluminadas en el anochecer.

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