1.1.18

256 pares de narices (y 2)

Ni apruebo lo que algunos dicen, que el exordio es lo último que 
debe escribirse. Porque así como es útil mirar con un golpe de vista 
todo el asunto, y ver cómo se ha de disponer, antes de comenzar 
a hablar o a escribirle así lo es el dar principio por lo primero; 
ya porque una pintura o estatua no se comienza 
por los pies, ya porque ninguna arte acaba 
por donde debe comenzar. Porque, si no 
hubiere lugar para escribir la oración ¿no nos 
servirá de confusión este orden invertido? 
Luego la materia se ha de examinar y meditar 
con el mismo orden que guardamos para enseñar; 
y en escribir guardaremos el orden de decir.
Quintiliano, Instituciones oratorias, III, IX

uintiliano se ha aducido para justificar que toda prosopografía o retrato literario tenía que describir al personaje en orden descendente, de la cabeza a los pies. El retrato de mi abuela y su madre bien podría empezar por los pies. Mi abuela vivió en el barrio de Horta, en la calle Bajada de la Plana, por lo menos desde 1957. Vivían en la trastienda del negocio de mi madrina. Eran unos bajos y en el patio había un lavadero, y al pie del lavadero siempre estuvieron un par de almadreñas que nunca vi que usara nadie. Incluso cuando se fueron a vivir a un piso dos números más abajo, las almadreñas se quedaron en el patio. Pienso que eran de mi abuela y eso me lo recuerda la fotografía de lo que bien pudo ser un recuerdo de su Primera Comunión. Bajo las faldas de mi bisabuela asoma un modelo muy parecido al de los zapatos que llevaba mi abuela, por lo menos en la fabricación. Elena Ferro, una diseñadora pontevedresa que hace tamancas actualizadas les pone lazos, como los que lleva mi abuela en sus zapatos. El detalle de la foto nos sirve también para ver que no llevaban los zapatos lustrados, y que el vestido de mi abuela estaba deslucido, ajado y debía ser de una tela áspera pero fuerte. Por eso destaca tanto, como sus manos rudas y trabajadoras, con la niña que fue mi abuela, de blanco y con una mirada aún cándida que asoma desde sus grandes ojos azules o verdes o grises, según el día, según el momento. 
El vestido de mi abuela Consuelo tal vez ya habría pasado por alguna Primera Comunión, no la suya. Me sorprende que no lleve abotonadas las mangas en los puños, porque mi abuela siempre fue extremadamente cuidadosa con su ropa y su limpieza. Me imagino a mi bisabuela cargada de hijos y tal vez de algún anciano, preparando la comida, amasando el pan, ordeñando la vaca, dando de comer al cerdo, a las gallinas (las patatas las pelaban las viejas) y además corriendo a llevar a la pequeña al fotógrafo (José Sellier Loup, de La Coruña), que no necesariamente pasaría por Betanzos el día del acontecimiento sino el día que tendría por costumbre o a bien. Todo suposiciones. De un hermano de José o Joseph Sellier, Louis Sellier (el cual le había traspasado su negocio), es el más famoso retrato de Rosalía de Castro. Se dice que José Sellier fue el pionero del cine en Galicia.
Cuando en los años setenta te acercabas a la estación de Sants para esperar el Shangai Express, podías distinguir qué andén estaba anunciado para su llegada por las caderas de las gallegas. Unas caderas fortísimas. Y tanto los hombres como las mujeres a mí me hacían pensar en aldeanos que aún caminaban sobre almadreñas o zocas, en cualquier caso calzados sobre madera. Ya hacía años que iban o venían pero ese tesón en la espalda que imprimen los zuecos no es fácil verlo en los que vamos calzados con suelas de piel. No distingo si mi abuela lleva tamancas, pero sí distingo que los zapatos eran de suela de cuero. Cuando llegaba alguna de mis tías a la estación del tren íbamos toda la familia a recibirla. Lo mismo hacían todos cuantos estaban allí. Si no era la quinta provincia, sería por lo menos la sexta.
Mi abuela de mayor padecía insuficiencia venosa y cardíaca y siempre tenía los tobillos inflados. Un día que la llevó mi padre al cardiólogo por una visita de rutina se aseó especialmente, como suele ser lo normal, pero era limpísima como dije. A la vuelta del médico les dijo a sus hijos: "El médico dijo que estoy bien pero yo me moriré hoy". Mi abuela Consuelo no era devota del Cristo de la Buena Muerte de Betanzos, pero porque toda su devoción la había confiado a la Virgen de los Remedios. La recuerdo con mantilla pero no llevaba imágenes. Se puede decir que sí que se murió y que tuvo una buena muerte, porque su agonía fue breve. Ya en su cama tuvo ganas de ir al lavabo pero como no podían con ella le propusieron que lo que tuviera que hacer que lo hiciera en su cama. Se fue al otro mundo sin haber ido al lavabo y sin haber podido hacer nada de lo que hubiera podido hacer en el lavabo en su cama, cosa con la que tengo un parentesco innegable, además de ese semicírculo en la barbilla bajo la boca. Siempre la conocí con un moño donut bajo. Cosía sin gafas pero cuando murió no tenía ni un solo diente suyo. Le encantaba que le hiciéramos fotografías.

Detalle de la foto de J. Sellier
Fotografía de los años 70. Consuelo Fernández y Raquel Domínguez Fernández

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