9.1.18

La boca amarga de Umbral

"Whilst I was looking at her, I saw that her depressores anguli oris became very slightly, yet decidedly, contracted; but as her countenance remained as placid as ever, I reflected how meaningless was this contraction, and how easily one might be deceived. The thought had hardly occurred to me when I saw that her eyes suddenly became suffused with tears almost to overflowing, and her whole countenance fell. There could now be no doubt that some painful recollection, perhaps that of a long-lost child, was passing through her mind. As soon as her sensorium was thus affected, certain nerve-cells from long habit instantly transmitted an order to all the respiratory muscles, and to those round the mouth, to prepare for a fit of crying. But the order was countermanded by the will, or rather by a later acquired habit, and all the muscles were obedient, excepting in a slight degree the depressores anguli oris. The mouth was not even opened; the respiration was not hurried; and no muscle was affected except those which draw down the corners of the mouth"
C. Darwin, The expression of the emotions in man and animals, VII, 196
A los músculos conocidos como depresores del ángulo de la boca (por oposición a los músculos depresores del labio inferior) a los que se refirió Darwin en 1872, ya se había referido Charles Bell el año 1806 en su libro titulado Essays on the anatomy of expression in painting. Bell nos asegura que el músculo no existe en los otros animales, por lo que sólo tendría una función expresiva (*). Y la cita de Darwin es tan preciosa que he querido darle preferencia y en su lengua. La vuelvo a reclamar ahora en la traducción de Eusebio Heras. El libro se encuentra digitalizado en la Biblioteca de la Universidad de Sevilla como La expresión de las emociones en el hombre y los animales (Valencia: F. Sempere, 1852): "Me encontraba un día en un compartimento de un wagón, frente á una señora anciana, cuyo rostro tenía una impresión, aunque absorta, serena. Observé, mirándola, que sus músculos triangulares se contraían ligera, pero clarísimamente. Sin embargo, como su fisonomía conservaba siempre la misma apariencia de calma, púseme á pensar que aquella contracción no debía tener ninguna especie de sentido, aun cuando hubiera sido fácil engañarse respecto á ella. Apenas se me había ocurrido tal idea, cuando ví sus ojos humedecerse súbitamente de lágrimas, que parecían prontas á correr por su rostro, mientras que éste expresava el abatimiento. Verdad es, que cualquier triste recuerdo, tal vez el de un hijo perdido en otra época, debió atravesar en aquel momento su espíritu. En cuanto en ella el sensorio fuera de tal modo impresionado, ciertas células nervosas habían transmitido instantáneamente, á consecuencia de una costumbre inveterada, su orden á todos los músculos respiratorios, así como á los del rostro, a fin de disponerles para un acceso de llanto. Pero la voluntad, ó más bien una costumbre posteriormente adquirida, interviniendo entonces, habían dado otra orden en contra de ésta; y todos los músculos habían obedecido á este último mandato, excepto los triangulares, los únicos que habían entrado ligeramente en acción, bajando un poco las comisuras de los labios. Por otra parte, la boca no se habían ni aun entreabierto y la respiración había subsistido tranquila como en el estado normal." (págs. 252-253)
Esta cita me trajo al recuerdo dos cosas. Una, la primera, es mi desconcierto al haber conocido tantos psicólogos (por mi trabajo y porque abundan) que no usan al menos para sí los conocimientos más elementales de la expresión de sus emociones y la comunicación no verbal. Ese tema nos llevaría muy lejos (Mens sana in corpore sano) y nos aparta de la admiración por las observaciones de Bell y Darwin. 
El segundo recuerdo que me devolvió la observación de Darwin fue sobre la boca de Francisco Umbral, cuyo músculo depresor oral izquierdo era muy marcado y que —como la señora del ejemplo— había perdido un hijo. En Mortal y rosa (1975) su autorretrato (**) nos habla de su boca amarga, que aparece hendida en las fotografías y retratos que le han sobrevivido. Además del depresor marcado, en sus intervenciones en la TV pudimos ver que no abría mucho la boca cuando hablaba.
Los anglófonos les llaman a esas bocas cuya comisura  va hacia abajo "downwards mouths" y les conceden una gran importancia porque indican un ánimo triste. Los rostros que tienen muy adiestrado por la sonrisa el cigomático mayor y el orbicular palpebral, tienen las comisuras de los labios hacia arriba, no hacia abajo. 
Albert Camus escribió en La Chute (1956): "Après un certain âge, tout homme est responsable de son visage" ("Después de cierta edad, cada hombre es responsable de su cara"). En cierta manera esta gran verdad ya la había preludiado Johann Caspar Lavater (1741-1801)  al afirmar que todo rasgo reproducido múltiples veces, todo cambio reiterado, se convierte al final en una impresión permanente en las partes blandas del rostro.
*
Estuve cosa de 7 años sin ver a un psicólogo que conocí por mi trabajo. Cuando lo volví a ver me sorprendió que su tórax hubiera aumentado mucho, pero no como suele ocurrir por los resultados del deporte aeróbico intenso (correr por ejemplo), sino como el resultado de un desequilibrio entre la apariencia de su cuerpo (la parte de cintura para arriba mucho más desarrollada que la de cintura para abajo, atrofiada por el sedentarismo tal vez).  Además del tamaño de su tórax, la impresión era de coraza abombada. A decir verdad me recordó una especie de tortuga. Además hablaba con la barbilla ligeramente elevada, cosa que forzaba que su mirada descendiese bajo la línea de la visión natural y en conjunto presentase un gesto algo amenazador, nada compasivo, muy duro y especialmente compacto. Parecía que llevaba hombreras de rugby. Me bastó verlo para sacar la impresión de que Camus olvidó decir que cada cual también es responsable de sus actos.



_______
(*) "The peculiarity of human expression is in the triangularis oris, or depressor anguli oris, a muscle which I have not found in any other animal; which I believe to be peculiar to the human face, and for which I have been able to assign no other use than belongs to an organ of expression."

(**)
"Mi rostro en el espejo. El pelo deshecho. El tiempo subió sus hilos a tu pelo, dice el poeta. Canas, hilvanes blancos por donde nos vamos deshilvanando, deshilachando, y se ve lo mal hechos que estábamos, lo de prisa que nos cosieron las costureras. El pelo se va, se irá, se cae, poco o mucho, pero se cae.
Me gustaba llevarlo en melena rebelde, sobre la frente, como los héroes infantiles, cuando niño, pero la abuela me pelaba al cero, en los veranos tórridos, y se me filtraba la brisa morada de la tarde por la cabeza desnuda, dejándome aterida la imaginación. Luego lo he llevado como me ha dado la gana, peinado hacia adelante, hacia atrás, enmelenado, con patillas o sin patillas, y he jugado a hacerme una peluca con el propio pelo, que es a lo que juega todo el que se hace una cabeza, eso que se llamaba antes «hacerse una cabeza», del mismo modo que los calvos juegan a hacerse un pelo propio con el peluquín. La filosofía occidental —Hegel, Marx, Descartes— es una filosofía de raya al medio, y la filosofía oriental es pelona, de cabeza rapada. Yo, que no soy filósofo, he cambiado de peinado como de sistema mental y de concepción del mundo, cuando me ha dado la gana, pero los peines salen cargados como carretas de heno, algunas temporadas, cargadas de pelo, y es cuando hay que volver al dermatólogo, ponerse turbantes de espuma, como un fakir de los espejos del baño, o frotarse, locionarse, refregarse. Eso es bueno, porque el pelo se cae de todas maneras, pero se acelera el riego periférico del cerebro, y quizá también el otro, de modo que un lavado de cerebro no es una metáfora soviético-germánica, sino que efectivamente se tienen las ideas más claras o más escasas el día en que se ha lavado uno la cabeza.
Se pierde lo rubio del pelo como se pierde lo rubio del alma, el estofado de oro con que nos decoró la vida en un principio. El pelo duda hasta quedar en un castaño mediocre, a los ojos, todo marrón corriente, que es el color de los que no vamos a llegar nunca a nada. Era mi pelo rubio trigal por donde pasaban palomas femeninas como manos, vientos de primavera, ráfagas, y hoy sólo pasan peines tristes, y el rastrillado de las ideas, que un día me alborotó la cabellera de metáforas, y que hoy me va dejando la cabeza como un campo sembrado, roturado, hasta que vuelva a ser jardín salvaje. Porque uno empieza queriéndose hacer un peinado ideológico irreprochable, y se tarda en llegar al saludable abandono de la peluquería y la jardinería. Con un jardín salvaje por cabeza es como más libre se va por la vida.
Mas todavía me doy lacas, champúes, lociones, colonias, y así me va. El pelo era el penacho de la imaginación, y a medida que tenemos menos imaginación vamos teniendo menos pelo. La frente entra profundamente en la cabeza, como si yo pensase más que antes, aunque la verdad es que pienso menos. Todo lo que antes hacía nido en mi pelo —sueños, aves, bocas, cielos, fuegos— pasa ahora de largo, me sobrevuela, y sólo en muy raros días se siente uno la cabeza poblada, habitada, y piensa que algún pájaro raro ha hecho nido en ella con mimbres de pelo y de amor.
Da miedo mirarse al espejo, peinarse, siquiera sea con los dedos, porque no se vaya el pájaro raro de la idea, de la cosa. Es el momento de ponerse a escribir, porque el pájaro picapinos me picotea en la prosa como yo picoteo en la máquina, el pájaro carpintero quiere construir algo, no se sabe qué, hasta que de pronto, en un cambio de folio, en un cambio de párrafo, comprende uno que el pájaro ha volado, que ya no está.
O sea, que estoy escribiendo solo, a solas, que me ha dejado aquí, convertido en un mecanógrafo. Que ya no hay pájaro o nunca lo hubo. Inútil seguir tecleando. Tapo la máquina y leo lo escrito, o lo rompo. Y a esperar que venga otra vez el pájaro, que no es la inspiración, desde luego, ni tampoco el Espíritu Santo, sino realmente eso, un pájaro de vuelo e idea.
Algo raro que se posó en mi frente la noche anterior, cuando me asomé al tempero, que ha dormido en mí toda la pesadilla y que por la mañana está callado y no rompe a cantar, porque espera a que rompa yo. Y cuando yo voy y canto, él se vuela, quizás porque le ha asustado la máquina de escribir con su caligrafía de ametralladora. Bueno, pues uno teme quedarse sin pelo y quedarse sin pájaro para siempre, y será el momento de darse el tiro en la sien limpia, porque cuando la vida nos retira el pelo de la cabeza, parece que nos invita a darnos el tiro limpiamente.
-
El pelo, el pelo. El pelo era antorcha que lucía en la noche lírica de mi adolescencia. Ahora es una antorcha apagada que queda triste y estoposa en la claridad diurna de la lucidez adulta. Por mi pelo han pasado mareas y épocas. Un pelo es como un mar, una cabellera es un océano, una melena es agua que pasa, río en el que no se bañarán dos veces las manos desnudas de la mujer. El pelo era música, y ahora salen del peine largos hilos de cabellos dejando en el aire un arpa deshilachada.
Hay que cuidarse el pelo. Todo yo me convierto en un guardapelo, en un guardabosques del bosque raleado de mi pelo. Pero el pelo se irá y tendré que convivir con un calvo desconocido, silencioso y feo.
¿Cómo he llegado a tener esta cara? Veo un niño rubio y ceñudo, en la litografía amarillenta del pasado. Veo un colegial de rostro blanco y como plano, en aquella foto escolar -posguerra, frío, escuela pobre, niños tatuados por el salvajismo de la miseria, la bola del mundo, el patio desconchado-, veo un adolescente presuntuoso, de pelo alto y ojos tristes. Ahora, el pelo que huye, la mirada rota, la nariz que se va redondeando y alargando al mismo tiempo, en la prematura avaricia de la muerte, la boca amarga, el rostro pentagonal, la sombra de la barba, los pómulos, todavía altos. Es como si la vida hubiese querido tener primero un niño chino, y luego un adolescente pálido, y después, cambiando de idea, un hombre miope, amargo y duro, porque hay una mano de sombra que va remodelando mi cara, moldeando mi expresión, haciendo y borrando bocetos sucesivos del que fui, del que soy, del que seré.
Al final, como la muerte tiene mal gusto, se quedará con mi peor gesto, con el más estúpido, torcido y loco, y lo perpetuará para siempre, aunque esto es un decir, pues en cuanto te entierran la vida sigue su tarea por dentro de la muerte, y te pueblas de otras vidas menores, y evolucionas hacia la esbeltez del esqueleto o la peguntosidad del légamo, hasta quedar hecho un dandy de hueso o un sapo de tierra. No es cierto que nada se detenga con la muerte. Sólo que se cierra la carpeta de apuntes de la vida y tu rostro deja de ser tu rostro, porque no somos sino una sucesión de esbozos, y tras el último esbozo viene la máscara, la calavera.
¿Hay algo más falso que una calavera? Es lo que mejor nos disfraza. Por dentro de la calavera está el personaje mirando el mundo, y la calavera nos mira con ojos de antifaz, porque la calavera no es la verdad de un rostro, sino la máscara última. «Rosa, sueño de nadie bajo tantos párpados», escribe Rilke. La calavera es máscara de nadie bajo tantas máscaras. Lo que nos aterra de la calavera es descubrir que es también una máscara, la máscara que se pone la nada, el disfraz con que nos mira nadie. Que no me conoces, que no me conoces. Y no hay a quién conocer. La calavera se ha utilizado mucho como máscara en el carnaval y en la pintura. Llevamos la verdad por fuera, la carne, y la máscara por dentro, como no queriendo dar la cara en el más allá. Todo cementerio es una reunión de enmascarados. El esqueleto tiene cara de ladrón, usa antifaz y por eso no nos inspira ninguna confianza. Los muertos no son de fiar, y los esqueletos son muy de temer.
Mi cara, de momento, no es esquelética, y busco en ella al niño que pasó por aquí, pero ya no lo encuentro. Busco al muerto que seré, al anciano que querrá creerse glorioso, y tampoco lo veo. Es inútil forzar el destino, violentar los catalejos del tiempo. Uno ve lo que ve y nada más. A veces, cuando menos lo esperas, te encuentras cadáver en los espejos de un salón o descubres en las grandes damas la descarnadura del futuro, pero si trata uno de hacer eso metódicamente, a voluntad, la carne se cierra y sonríe, se hace compacta y presente; hay como una autodefensa del hoy, nuestro cuerpo ignora su mañana y asume actitud de rosa cuando queremos hacer metafísica con él. La carne no se deja literaturizar. A veces, si la cogemos distraída, es transparente y permite ver el hueso y la nada. Pero si hacemos esto con premeditación y miramos de reojo nuestra carne o la de otro hombre o mujer, se cierran filas, se armoniza la figura, se espesan los colores. La vida es opaca para la muerte. Gracias a eso vivimos" (Francisco Umbral, Mortal y rosa, Madrid: Ediciones Destino, 2001: 12-16)
"Las manos, mis manos, una mano más oscura y la otra más clara, como si yo hubiera tenido un abuelo marqués y otro metalúrgico. Las manos tienen todavía el molde de la mano cainita, la estructura de la mano asesina y depredadora del antropoide, del primer hombre, del último homínido. De modo que no hay manos inocentes. Manos blancas, que no ofenden. Quizá son las que más ofenden. Mi mano derecha está más trabajada, ha vivido más, tiene como mayor biografía. Mi mano izquierda es más femenina, más sensible, posa y vuela. Marta y María, las manos.
No hay igualdad en la vida. La discriminación la llevamos en nosotros. Una mano es siempre más aristocrática que la otra. Y la otra mano es más laboral, más violenta, más sufrida. ¿Cómo superar eso?
Hay que llegar a un mundo de ambidextros. Los obreros trabajan con las dos manos, han conseguido la paz y la reconciliación entre sus manos, que quizás es la mayor y mejor paz que el hombre puede conseguir en sí mismo. El intelectual, el burócrata, el que escribe, el que habla, tiene una mano pública, activa, laboriosa, y la otra mano —generalmente la izquierda— como muerta, amortajada de blancura, momificada, posada. Eso revela el desequilibrio de nuestra vida, el desnivel de nuestra alma" (Francisco Umbral, Mortal y rosa, Madrid: Ediciones Destino, 2001: 23-24)


(c)SafeCreative *1801095318020  (2022: 2212172887480)