16.12.18

No sabría decir

-Bé, senyor Peret, en què quedem? És mort o viu?
-Fa de mal dir... ─ contestà amb una veu molt petita el senyor Peret
Josep Pla, No som res però fa de mal dir


l pasado día 3 falleció un sobrino segundo en Finisterre (La Coruña). El término ha caído en desuso, ya que por lo menos en mi entorno hablamos de "primos" aunque sean hijos de nuestros primos. Pero el parentesco que había entre José Manuel Valdomar Senra y yo era que fue y es un sobrino segundo. El término en catalán sería "nebot valencià", però sé que tampoco se emplea y desconozco el origen de la expresión.
Supe de la muerte de José Manuel por las redes sociales. Lo encontré a faltar en Twitter, me fui a hacer una búsqueda en Google y allí inopinadamente apareció como primer resultado su esquela, como segundo resultado una bonita necrológica de La Voz de Galicia y como tercero un obituario de Adiante. Si no me enteré por Facebook no es porque no hubieran allí el eco de tan tristísima noticia, sino porque no tengo cuenta en Facebook. Poco más sé de las circunstancias de su temprana muerte, con 38 años, más allá de que lo habían operado en noviembre tras una caída por un pequeño tramo de escaleras. Deduzco que le practicaron alguna fijación interna y que hizo mucho reposo. El día que falleció estaba solo en casa con su padre ─según explicó un primo nuestro y tío suyo a mi hermano─ y como se indispuso se retiró a su cuarto y ya no lo volvieron a ver vivo. Aunque he escrito a su madre no he querido atormentarla con preguntas y aunque ella me ha contestado me ha dispensando de los tópicos habituales y como suele ser costumbre en una rama de la familia mi prima más bien es contenida y prudente hasta no decir más. 
Por lo tanto no sabría decir de qué murió realmente José Manuel, cuando estaba sano y sólo por una caída se hace difícil encontrar una explicación que no sea la de una complicación postquirúrgica con una hemorragia interna, extremo que provoca un deceso en el que puedo decir que se sufre bien poco. Y lo puedo decir porque yo pasé por un trance así en febrero de 1994, con la suerte de que estaba ingresada en un hospital y que había un ginecólogo de guardia a las tres de la mañana. También pudo ser una embolia.
Una de las más de 5000 fotografías que hizo Ruth Matilda Anderson cuando fue a Galicia a principios de los años 20 es la de un bisabuelo de José Manuel. En la foto se ve un viejo, pero verdaderamente si hubiera podido disfrutar de una jubilación ─que no─ parte de los efectos del salitre, la exposición al mar, al sol y al viento, el abuso el tabaco y el vino, las jornadas en los caladeros, hubieran dejado lugar a un hombre más joven. Pero la vida de los marineros de la Costa da Morte era bastante dura, solo comparable a la de los mineros. 
Cuesta creer que mi propio abuelo no supiera nadar, a pesar de que cuando volvió de la guerra se dedicó a la pesca y fue marinero hasta que se jubiló, aunque por aquel entonces lo que hacía era coser redes y otras tareas que quedaban para los que aprendían o los que ya no podían ir al mar. También parece inverosímil que cuando era yo pequeña viera muchos marineros sentados en el muelle de espaldas al mar. Son cosas inexplicables para quienes desconocen el trabajo de los hombres del mar, sin embargo para mí tienen toda su lógica.
El abuelo de José Manuel, mi tío Pepe, fue muchos años al mar. Una mano suya fue ancha como dos mías y yo no soy de manos pequeñas. Un día de regreso de una larga jornada en el mar vi como comía en silencio un gran plato de cocido gallego, una fuente de patatas fritas con cuatro huevos fritos y después un tazón de caldo. Después se fue a dormir toda la tarde y toda la noche. Hace años que se le diagnosticó algo de diabetes y desde entonces hace una dieta muy estricta que mi tía sigue a rajatabla. Su segunda hija estudió siempre becada y llegó a ser maestra en el pueblo. Se casó con el nieto del marinero de la foto, que anduvo muchos años en la marina mercante. Recuerdo que cuando la guerra del Golfo transportaba gas entre la zona del conflicto y Canadá. Por una lesión en la espalda, si no me equivoco, tuvo que dejar de trabajar y pudo volver a Finisterre.
En todos estos años, desde las fotografías que hizo Ruth Matilda Anderson para la Hispanic Society hasta hoy, los usos sociales del pueblo han cambiado una barbaridad, incluso se diría que más que por ejemplo en mi ciudad.
Por mi madre sé que cuando ella era pequeña se guardaba luto de una manera rigurosa. Por ejemplo, hasta la misa de final, que es como le llamaban a la misa de sufragio que se hace a los 7 días del fallecimiento del difunto, no se podía comer. Mejor dicho: se podía comer pero no se podía cocinar. Esto significa que no salía humo por la chimenea de la casa, que es lo que indica que se ha cocinado. Pero si alguien llevaba comida a la casa por supuesto sí se podía comer. Pasada la misa de sufragio (que era de 7 días por el recuerdo del duelo de San José a la muerte de su padre) se podía pasar a otra fase del luto, de la que lo que más conocemos es el uso del color negro. Pero yo aún he vivido el duelo estricto, sin radio ni TV ni músicas. 
No creo que haya que quitar a las viudas y a los huérfanos y a los padres que perdieron a sus hijos (para quienes no hay un nombre) el consuelo de algún entretenimiento. Pero con toda sinceridad creo que la TV y la radio, ya no digamos Facebook, pueden ahondar la pena, no ya solo por lo mismo que nos la causa a todos sino porque a veces se banaliza sobre temas que para quienes han perdido un hijo pueden ser muy dolorosos. A la pena de la pérdida se añade la sandez del entorno, que se erige como una barrera insalvable y macabra de estupideces.
Mi abuela perdió una de sus seis hijos con solo veintiún años, mi prima solo tenía este hijo, que era juez de paz. Creo que la muerte de mi tía Amelia, en Comodoro Rivadavia, en Argentina, fue consecuencia de un error médico, pero es algo de lo que casi no se habla en la familia. Hace 50 años José Manuel se hubiera quedado cojo y a lo mejor se habría torcido su carácter, pero extrañamente se hubiera muerto por caerse sobre sus pies al salvar un pequeño desnivel de dos o tres peldaños. O sí, porque se puede uno morir de la patada de un conejo. No sabríamos decir.
Me permito hacer este género de comparaciones entre generaciones a sabiendas de su futilidad. Los aprendices de la magia traumatológica aprenderán de sus errores, en ese sentido no hay pena. Es una especialidad con muchos baladrones, pero no debemos pensar que un médico no desea por encima de todo curar a sus enfermos. 
Otra cosa es mi coraje el miércoles al ver en Instagram a otro sobrino valenciano celebrando su trigésimo cumpleaños. Es decir que había ido al entierro del primo un día y al cabo de siete días estaba celebrando su cumpleaños y colgando las fotos en Instagram. No discutiré que celebrara su cumpleaños pero al menos nos podía haber disculpado de exhibir la fiesta en la red social. José Manuel no lo habría hecho. Ahí no hay una cuestión generacional, no es una cuestión de modas y costumbres, es una cuestión de ser buena persona.

Flores de parkinsonia

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