31.7.19

Final feliz

Ayer corría en Twitter una propuesta para designar las cinco mejores películas de los años 80 (1980-1989). Mi elección fue ─no sin dificultad─ para Brazil (Terry Gillian), Delitos y faltas (Woody Allen), La famiglia (Ettore Scola), Au revoir les enfants (Louis Malle) y El cielo sobre Berlín (Wim Wenders). Me parece, aunque no lo he pensado gran cosa, que los años 80 fueron mejor para la música pop y rock que no para el cine. Muchas películas hubieron del llamado "cine familiar" y de aventuras. 
Yo había ido mucho al cine tanto en los 80 como en los 90 y aún en la primera década del siglo, después lo he ido abandonando pero no por internet  o por la tv, simplemente me han dejado de interesar las películas actuales. Siempre hay, por supuesto, alguna excepción.
La atmósfera sofocante y densa de la casa de El cuento de las comadrejas (Juan José Campanella, 2019) apenas da un breve respiro a no ser cuando uno de los personajes que allí conviven va a visitar a los dos tiburoncitos de la moderna inmobiliaria. El edificio es cuadriculado, impersonal, blanco, diáfano como suelen ser los edificios que afectan transparencia, modernidad y eficiencia. La mansión tiene la acumulación habitual en una casa donde sus habitantes buscan la comodidad  y entronizan recuerdos o se reúnen cachivaches y andróminas, lozas anticuadas y el polvo del tiempo y el del espacio.
Aunque nunca hubiera ido a ver esta película, con más diálogo que trama y demasiada ironía, fui por acompañar a una amiga que adora Les Luthiers. Uno de los personajes, el guionista, es precisamente Marcos Mundstock, miembro del conjunto humorístico argentino. El humor y el cine están presentes en todo el metraje. Mara Ordaz es un personaje en su papel de estrella de la época dorada del cine en su olvido y reparte respuertas mordaces y ocurrencias muy destiladas sin olvidar el patetismo del papel de Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses o Sunset boulevard  (Billy Wilder, 1950) en un papel asimilable. Incorpora toda una técnica y saber interpretativos para desmontar los de quienes pretender engañarlos con una actuación pobre y canallesca. 
El guionista, la actriz, el director y el actor en el ocaso de sus carreras muestran una interpretación que redobla este homenaje al cine (y al teatro) dentro del cine. Al mismo tiempo se expresa una forma de hacer ─sin apenas tecnología o apenas patente─ y una actitud socarrona, egoísta, tierna, muy característica de los ancianos, que aunque las ven venir y son bien taimados, también es verdad que se sienten indefensos y saben de la fragilidad de nuestra existencia. Esa ternura, nada ñoña, matizada, precisa, en ese entorno tan ajeno a la redecoración, es el legado de quienes saben que van a desaparecer. 
Si alguna vez la ironía (que nada aporta a la claridad ni a la confusión, por mucho prestigio que se le conceda) es aceptable o útil, es precisamente cuando es tierna.
Me gusta el final, que como es natural no voy a desvelar, y me recuerda un poco a Con faldas y a lo loco porque rompe de alguna manera con lo previsible. La película de Wilder empieza como una película de cine negro en los primeros minutos y después toma otro rumbo. El cuento de las comadrejas empieza como lo que podría ser un melodrama pero su final repasa varios géneros cinematográficos. Merece una mención especial además de la interpretación de cada cual, el vestuario, de Cecilia Monti que es por cierto la pareja de Campanella.

Juan José Campanella

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