l Director médico del Hospital de Bellvitge, que entonces aún era el Hospital Prínceps d'Espanya, me entrevistó la última semana de junio de 1985 y me incorporé de inmediato, el día siguiente. Estuve trabajando allí hasta marzo de 2005, cosa que suma unos 20 años que debo decir transcurrieron despacio. Muy despacio.
Supe de la vacante en la Biblioteca porque en una reunión de la
Coordinadora de Documentació Biomèdica de Catalunya (CDBC) se comentó la ausencia de Àngels Jubert, de la Biblioteca del Hospital de Bellvitge, y que la había cesado el director por desaveniencias. Para la tranquilidad de todos diré que para cuando yo me incorporé ella ya estaba trabajando en la Biblioteca del Ateneu Barcelonès y que interpuso denuncia por despido improcedente y la ganó. A mí se me citó en la Biblioteca, donde tenían que estar Teresa Pagès ─que estaba de prueba (no a prueba) pero que tenía plaza en una biblioteca de la Diputació de Barcelona─ y el Dr. Francesc Badrinas, que era internista y el secretario de la Comisión de Biblioteca. Cuando llegué aún no había llegado el Dr. Badrinas y Teresa me explicó que había estado trabajando aquel mes a puerta cerrada porque durante algunos meses la biblioteca había estado a cargo del celador, el cual guardaba las revistas consultadas donde había un hueco. Por aquel tiempo fácilmente se movían doscientos o trescientos números. Una colección de 300 títulos que el 1974 había empezado con 700, durante cosa de 5 meses o tal vez más se había usado lo normal pero se había "barajado" como para echar una inmensa mano del tute sin mirar ni título ni año ni nada. No hará falta decir que las colecciones de publicaciones periódicas se suelen guardar por orden alfabético y a su vez por orden cronológico. Aquello era un berenjenal.
Lo que había hecho desistir a T.P. del puesto era que había recibido la visita del entonces jefe del Servicio de Nefrología, Jeroni Alsina, quien exigió usar la Biblioteca aunque estaba oficialmente cerrada al público. Ganó él y esto disuadió a T.P. de seguir allí, donde su criterio no era considerado y prevalecían cuestiones de poder. Y creo que hizo muy bien. La volví a ver al cabo de unos años en un congreso y estaba estupendamente. Como bibliotecaria en la Diputación contaba con jefes bibliotecarios más predispuestos a entenderla y apoyarla, y el trabajo en Bellvitge era de una gran soledad, como el del cura de Els sots feréstecs (Raimon Casellas, 1901), alguien dispuesto a darlo todo por adecentar y racionalizar algo en lo que nadie va a ayudarlo.
Cuando llegó el Dr. Badrinas para acompañarme ante el despacho del Director, en camino me puso al caso del fuerte temperamento del Dr. Capdevila, aunque yo ya iba prevenida de la reunión de la CDBC. De nuestra entrevista lo único que recuerdo es que me preguntó literalmente "Quants metges es toreja?" (¿Cuántos medicos se torea?). No me pareció que estuviera aludiendo al color de mi conjunto, que era rojo, porque eso hubiera sido intolerable. Me pareció que se refería al altercado de T.P. con Jeroni Alsina. Mi respuesta le gustó. Le dije "No sabía que venía aquí a torear", frase que tanto pasaba por ingenua, como por audaz, como por modesta. Como todo el mundo que conoció al Dr. Capdevila sabría, me estaba probando, estaba jugando a valorar mi firmeza y mi asertividad. Eso le divertía.
El año 1989 el Dr.
Josep Mª Capdevila se
vio envuelto en el caso de la contaminación por VIH y tuvo que dejar el cargo, pero siguió como Jefe de Servicio de Angiología y Cirugía Vascular. Cuando se jubiló preparó un libro sobre el Hospital, que era algo a medio camino entre la memoria corporativa, la comunicación y un producto que de lejos se podría contemplar como algo remotamente parecido a una cosa que tuviera algo que ver con la historia de una institución. Fue como un "Hola", en el mejor de los casos, de una organización que es mucho más compleja de lo que parece. Ese libro,
Anatomía de un hospital (2009)
y el de los
25 años del Hospital de Bellvitge (1997) hiperilustrado por Toni Soriano, creo que es lo único que hay para documentar la vida de la institución (además del archivo administrativo si existe). En ellos encontramos algún material aprovechable, pero ni siquiera podemos decir en su favor que el foco esté sesgado. Lamento tener que afirmar que lo que se ha hecho es sobre todo injusto y espero que no fuera al menos un despilfarro.
En la época en que Toni Soriano colaboró
muchísimo con nuestro Hospital, creo que cuando se abrió el Hospital Oncológico, o cuando se produjo su salto a la excelencia en algunos cuidados, yo estaba interesada por los oficios y profesiones. Es decir, de la misma manera que había habido baldosas que representaban de forma muy convencional y gremial los oficios tradicionales, yo veía la necesidad de levantar acta de los diversos
oficios que se reúnen en un hospital. Por aquel entonces había un tapicero (que entre otras cosas ayudaba a los ortopedistas), peluqueros, costureras, lavanderas, pinches de cocina, cocineros y hasta una servidora además de un capellan. Con el tiempo se invirtió la pirámide y fue aumentando la cúspide y desmoronándose la base. A través de la externalización famosa, por ejemplo.
Los cuatro años que trabajé bajo la dirección del Dr. Capdevila no fueron mal, e incluso me confió el servicio de teledocumentación, algo que precedió la web 2.0 a través del servicio X25 y X28 de Telefónica y que apenas se ofrecía en unas diez bibliotecas barcelonesas. Aunque en su libro ignoró totalmente la Biblioteca y "mi persona" (como diría nuestro presidente del Gobierno de España), yo puedo decir a su favor que para el mal llevar que tenía hizo cosas buenas para el Hospital y entre las que yo recuerdo no es la menor el haber creado un servicio de Informática que fue el embrión del que luego asumió el Institut Català de la Salut. El año 1986 solo había 3 o 4 ordenadores en el Hospital.
El año 1990, en coincidencia con mi debacle personal propia, se firmó un acuerdo con la Universidad de Barcelona que si seguimos la prensa del momento fue algo pero que si dijéramos otras personas cómo fue sería otra cosa. Yo iba también en este paso prevenida porque por aquel entonces merendaba en la Orxateria Valenciana, cuando aún estaba en Aribau con Gran Via. Es decir, que se sentaron a mi lado dos gerifaltes de la cercana Universidad de Barcelona (UB) y se pusieron a hablar libremente en la barra de como iba el desembarco.
Me vinieron a ver consecutivamente durante aquel proceso los dos subdirectores de Docencia y me explicaban sopars de duro (trolas), a medias palabras más que a palabras y media, pero que me asquearon bastante. Naturalmente no sabían que yo sabía algo que ellos no sabían y que yo sabía que no lo sabían. Al sentir de algunos médicos aquello solo sirvió para conseguir cinco cátedras y algunas plazas de profesor asociado, pero el trato fue muy desigual por decirlo de una forma políticamente correcta. Por aquel entonces era rector de la UB Josep Mª Bricall y yo tenía en mi mesa un pitufo romano con un letrero que le añadí en la lanza donde se leía "Bricalliarium adete domum" o algo así. El Prof. Isidre Ferrer Abizanda no solo lo vio, por pequeño que era, sino que lo tuvo en las manos y se lo pasaba de una a otra mientras yo lo escuchaba como bien podía un día que me vino a ver.
A mí se me ofreció un interinaje para la "nueva biblioteca", por surrogar el que ya disfrutaba. Guardo en casa la oferta que rechacé por la sencilla razón de que conocía al personal y a la jefatura de bibliotecas de la UB y me parecía peor que la soledad de que hablé antes.
La Biblioteca fue traspasada a la UB y mi celador (Francisco Fernández Cruz) se jubiló mientras que yo pasé en febrero de 1991 a otra fase de mi vida laboral: tras pasar un breve período de tiempo con el equipo del Dr. Xavier Pintó y aún menos con el de la Dra. Concepció Fiol, fui a dar al Arxiu y el año 2000 me promocionaron a la sección de Documentació Mèdica.
El año 1991 había tenido pues una segunda oportunidad para caer en una universidad, con lo que representaba de posibilidades de escalar en la "jerarquía" bibliotecaria y con todos los recursos con los que cuentan, cosa inconcebible en el medio hospitalario. La docencia universitaria de grado y de postgrado afecta en la ahora Ciudad Sanitaria a unos 4000 alumnos. Al jefe de bibliotecas de Ciencias de la Salud de aquel entonces (Josep Casals Net), cuando rechacé el interinaje que me ofrecían, lo confinaron pasado el trance del desembarco de la UB en la Reserva del edificio histórico, el de la Plaza Universidad. Era bibliotecario y licenciado en Medicina, pero sin habilidades sociales. Creo que ahora trabaja en la Sección de Manuscritos de la Biblioteca de Cataluña y que ese puesto es más adecuado para él.
Podría explicar muchas cosas, es decir que podría explicar pocas cosas. De mi parte solo diré que por aquellos años los bibliotecarios nos reuníamos fuera del horario laboral, muchas veces a las 7 de la tarde. Para
poder usar el servicio X28 mencionado y acceder a las bases de datos bibliográficas médicas a través de Dialog y DIMDI era necesario aprender sus lenguajes de interrogación. No habían menús y ventanitas, sino que habían órdenes rígidas y una sintaxis poco intuitiva generalmente en inglés y muy poco amigable. Excuso decir que los manuales del host estadounidense (Dialog) y el alemán (DIMDI) eran en inglés. Los de DIMDI ocupaban metro y medio lineal.
Me interesa más rellenar este episodio de la cuarta entrega de las memorias de una mujer trabajadora a Enric Gispert y Francisco Fernández Cruz, los celadores que trabajaron conmigo entre 1985 y 1991.
La jornada de Enric se desarrollaba básicamente haciendo fotocopias, porque en aquel tiempo los médicos tenían que obtenerlas si querían leer fuera de la sala de lectura las revistas. Les costaba 5 pesetas cada fotocopia. Se pagaban por adelantado. Enric se ocupaba de cobrarlas, hacerlas y contabilizar. El dinero se entregaba a nuestro Administrador, Antoni Martín, que luego lo usaba como "maniobras". Enric estaba muy orgulloso de que su trabajo se convirtiera, vamos a decir, en dinero. A veces con una mirada nos poníamos de acuerdo para adelantar un trabajo, en menos ocasiones nos mirábamos para atrasarlo. Pero es digno de señalar lo bien compenetrados que estábamos.
La fotocopiadora estaba en un anexo pequeño que tenía un mostrador y sobre el mostrador una puerta de guillotina. Infinidad de veces habíamos pedido que aseguraran el mecanismo de fijación cuando la subíamos, porque pesaba mucho y eran dos pasadores pequeños. Si pesaría que yo no era capaz de levantarla, porque era de conglomerado de madera. Un día Enric pegó un golpe sobre el mostrador para grapar y la puerta le cayó sobre la cabeza. No se hirió aparentemente pero a partir de de aquel día, cuando apareció un hematoma subdural y al mismo tiempo que desapareció su historia clínica, las cosas empezaron a cambiar para mí. Vinieron a arreglar la puerta de guillotina, Enric cayó en una depresión, cogió la baja, lo suplió un celador alcohólico que robaba el dinero, etcétera. Cuando Enric regresó, por poco tiempo porque ya se jubilaba, ya teníamos una máquina que no requería contabilizar nada. La fotocopiadora funcionaba con monedas o un cartucho nuestro, pero él seguía haciendo las fotocopias para quienes no querían el autoservicio. Al poco tiempo de jubilarse falleció.
Estuve unos meses sin celador hasta que se incorporó Francisco. Me telefoneó mi jefe para avisarme de que se incorporaba y de que tenía un pequeño defecto. Mi jefe era cojo de una pierna, y el jefecillo de la otra, de esas cojeras con zapato adaptado para salvar un desnivel grande. Así que cuando mi dijo que le faltaba una mano fui pronta a responderle que era mejor que le faltara una mano a que tuviera una de más.
Cuando Francisco entró por la puerta con el segundo jefe vi que la mano que le faltaba era la derecha. Cuando nos quedamos solos le pregunté qué podía hacer y me dijo que todo. Había trabajado en la Cocina. Tenía ya casi 60 años y había perdido la mano siendo auxiliar de Farmacia a los 45, pero había aprendido a hacer todo. Excepto cortarse las uñas de la mano izquierda, todo lo hacía solo. Y era cierto. De hecho, por inadvertencia mía cuando fui a darle las llaves del reino le entregué por separado el aro y Francisco con ayuda de su muñón las colocó en un periquete. Muy buena persona y muy trabajador. Era fácil apreciarlo.
Tengo muy buenos recuerdos de Bellvitge, sobre todo porque al final solo quedan los buenos recuerdos y nunca los disgustos. Cuando saqué mis oposiciones podía haberme quedado allí pero ya todo el mundo que yo había tratado más se jubilaba y los nuevos se quedaban poco tiempo, sin permitir que hubiera una red humana interesante (no tanto interesada).
Como el Lazarillo de Tormes, tuve muchos jefes. No conozco a nadie que haya tenido tantos. De todos aprendí y agradezco haber podido moverme en diferentes ámbitos para tener la visión poliédrica que da conocer la docencia, la investigación, la asistencia y la gestión, y la oportunidad de tratar con los profesionales de las infraestructuras, la limpieza y la seguridad. Bien es verdad que el hospital como organización compleja a veces la hacemos más compleja de lo que debería ser, sea por la grasa o por la política mal entendida, pero yo no podría (después de Bellvitge) haber ido a parar a una organización más pequeña. De hecho me fui al Hospital Vall d'Hebron, que es más grande.