11.9.19

Por no echar la soga tras el caldero

"Por no echar la soga tras el caldero, la triste se
 esforzó y cumplió la sentencia. Y, por evitar peligro y
 quitarse de malas lenguas, se fue a servir
 a los que al presente vivían en el mesón
 de la Solana; y allí, padeciendo mil
 importunidades, se acabó de criar mi hermanico
 hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen
 mozuelo, que iba a los huéspedes 
por vino y candelas y por lo demás que me mandaban."
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades

o sé si ahora se lee en secundaria, como sí se leía en mi juventud como "lectura obligatoria", el Lazarillo. Es un libro tan admirable que cuesta aceptar que podamos admitir como literarios otros textos que no tienen ni la mitad de la mitad de la mitad de la mitad de su valor. Por lo demás yo vuelvo a este clásico y a otros cuando quiero templar mi español, volver las preposiciones a su régimen y darme un baño de un castellano más puro que el que puedo disfrutar en los medios ("mediocres" se tendrían que llamar) y el que dictan instituciones tan papanatistas y odiosas como Fundéu. Para justificar estas palabras sólo diré, porque no quiero apartarme del tema del post, que es Fundéu quien por ejemplo ha entronizado el uso de "olor de multitudes" por "loor de multitudes" y eso por dar gusto a quien lo tergiversaba desde ya hace años y por confundirlo con el "olor de santidad".
Pero lo que me trae hoy aquí es el recuerdo de mis propios trabajos, que como los del de Tormes no fueron pocos. Lo primero que sabemos de Lázaro al principio de la novela autobiográfica es que nació en el río Tormes y que era hijo de Tomé González y de Antona Pérez. Lejos de remedar otros textos (bíblicos o épicos), esa genealogía nos lo sitúa de una vez en un nacimiento muy humilde, pobrísimo, y consciente de lo mucho que marca la familia que nos trae al mundo. Sigo el ejemplo de Lázaro y digo que soy hija de José Domínguez Fernández (1924-2008) y Corona Senra Marcote (1934), emigrantes gallegos de Betanzos y Fisterra. Mis abuelos eran marineros, el paterno estuvo de estibador en los muelles de Nueva York más de 30 años, casó por poderes e iba y venía cada dos años más o menos. Mi abuelo materno solo salió de Fisterra para ir a la guerra al frente del Ebro en intendencia y poco más. Conocía los caladeros de Fisterra y los que están por aquellos mares pero nunca fue como sí fue algún primo mío al Gran Sol.
Toda la familia de mi padre emigró (San Pablo en Brasil, Madrid, Barcelona) y se trajeron mis abuelos cuando eran ya mayores. Una parte de la familia de mi madre quedó en Fisterra. Otros fueron a Comodoro Rivadavia en Argentina, Hamburgo en Alemania, Barcelona). El primo de Hamburgo en realidad tenía allí piso y residía allí cuando no navegaba, que era gran parte del año. Mis padres se conocieron en el Centro Gallego de Barcelona.
Mi padre hacía venta ambulante y mi madre era la niñera del propietario de Turrones Tardá. La familia Roca-Tardá trató muy bien a mi madre, que lo merecía, y hasta le permitían bañarse en su bañera. Como le vieron posibilidades la apuntaron a la Academia Prats para seguir un curso de adultos y mejorar sus matemáticas y su caligrafía. Mi madre apenas fue dos o tres años al colegio porque prefería llevarle el cesto de sardinas a una jorobada (perdón, discapacitada) de Fisterra y así sacar unas perras. En el colegio tenían un libro. Era El hundimiento del Titanic. Me gustaría mucho encontrar un ejemplar. Luego cuando emigró a La Coruña leyo Las Confesiones de San Agustín, que mira por donde está emparentado literariamente con el Lazarillo.
El Sr. Roca fue quien llevó mi madre al altar. Y antes de la boda se ve que le puso un detective a mi padre para que lo vigilara dos o tres días y ver si era de fiar. Falleció hará cosa de 10 años y espero y deseo que Dios lo tenga en su gloria porque era un buen hombre. 
Mi primer trabajo lo podemos fijar cuando tenía 3-5 años y no es que fuera a "por vino y candelas" sino que iba a por leche y a por hielo. Me enviaban con una lechera o con un cubo. Se entiende que no las dos cosas a la vez. Naturalmente me daban el dinero justo para pagar y aunque el hielo pesaba puesto que era un bloque que cortaban de otro más grande que venía siendo de unos 30 cm, yo lo cargaba con gusto ya que me encantaba ir a por hielo. Lo vendían en un lugar donde luego pusieron un taller mecánico en lo que era la antigua calle Montsant, en el Turó de la Peira, calle que ahora está totalmente renovada. En un plano que levanté hace nueve años y pico en otro post es el punto 18 (Talleres Jesús Díaz).
Los pedazos de hielo estaban en el fondo del local, en la sombra. Y un hombre los manejaba con un gancho largo de hierro y los cortaba para que los pudiéramos usar en las neveras. El bloque se iba derritiendo y entonces se compraba otro. Yo me quedaba en el umbral sorprendida por la frialdad y la blancura del hielo. Ese recuerdo se quedó encallado en mi memoria siempre y además es del más puro blanco y negro.
La lechería era otro decorado, con aquel olor característico algo empalagoso de la leche y la mantequilla de vaca, y los azulejos blancos que solían cubrir las paredes de estos establecimientos, tal y como documentó muy bien el gran fotógrafo Josep Brangulí. Iba a por la leche con una lechera de aluminio ─de las que aún se pueden encontrar en Todo Colección y en Wallapop sin ir más lejos─. Cuando veraneaba en Fisterra veía que las niñas iban a por el agua a la fuente, y asentaban el cubo o la senlla en la cabeza, y chapaleaba con un ruido agradabilísimo y a veces algo salpicaba, pero era difícil porque la acarreaban con mucha gracia. A mí nunca me enviaron a por agua, era toda una invitada. Hacía algún recado de manzanas tabardillas pero poco más.
Recados, muchos recados. Mi tía pequeña me enviaba a por champú de huevo a la Droguería Marzo, que estaba en el chaflán de Aneto con Montsant. Lo vendían en unas cápsulas monodosis de plástico con rebaba. También me enviaban a echar la basura, que tardó años en recogerse en bolsas. La basura se recogía en un cubo y su contenido se echaba directamente donde lo recogía el basurero, cosa que no recuerdo muy bien. Lo que sí recuerdo es una corta etapa en la que la basura sí se dejaba más o menos en bolsas en torno a un árbol, en su alcorque. Esa etapa coincidió con la de que aún había perros callejeros, por lo que era fácil que rasgaran con los dientes las bolsas y saliera la basura y se desparramara por la calle. Aunque se hacía por la noche, con un horario, había transgresiones y con ellas moscas y demás. Aunque el plástico ha sido una calamidad de nuestro estilo de sociedad, es cierto que ha contribuido en gran manera al orden público.
Por no alargarme mucho diré que con la excepción de la fruta, las legumbres secas, la verdura, el pescado y la carne roja, de lo que se encargaba mi madre, todo lo demás lo iba a comprar yo y desde temprana edad. Compraba el pollo en la Señora Conxita (calle Montsant). "Un pollo y hágame de cada cuarto dos partes". Curiosamente la Señora Conxita tenía cara de conejo. La carne de cerdo la compraba en una Tocinería Contijoch que había en el Paseo de Fabra y Puig enfrente de la Panadería Padró, que aún existe. El yerno de los tocineros, que era el más dicharachero, cuando aún tendría la edad que yo tengo ahora cayó en una enfermedad neurodegenerativa y el negocio se fue poco a poco abajo, vamos a decir que por falta de sucesor. "Un cuarto de quilo de carne magra para rebozar, una butifarra negra y una butifarra blanca, doscientos gramos de jamón en dulce." Son frases que de tanto repetirlas de semana en semana se me han quedado grabadas como aquello de "Kiev, Jarkov, Bakú y Gorkij", retahílas de la infancia.
También iba al colmado de Los Maños, que estaba en la esquina de Montsant con Montmajor [13]. El colmado estaba regido por dos hermanos de Zaragoza; el más canijo era el hablador, del otro apenas recuerdo si hablaba o solo hablaba lo justo. Los dos estaban calvos como de toda la vida. Como en su tienda empezaba una de las cuestas importantes del Turó, el establecimiento estaba en un desnivel que se podía apreciar por lo alto del techo, el más alto del barrio. Eso en vez de ser una desventaja ellos lo llevaron a su provecho y había enormes pilas de latas dispuestas como torres perfectamente alineadas y que hacían un bonito efecto porque a mí siempre me gustaron mucho los tonos metálicos en los colores primarios de las latas de atún, de sardinas, de aceitunas y demás conservas. Tomaban las latas con ayuda de una pértiga con pinza. El canijo hacía como que se le caía para causar sorpresa y lo conseguía siempre. Nunca se cayó ninguna pila, ni la pértiga ni una lata.
Como sabe cualquiera que viviera en los años 60, la variedad no era mucha. Había unos productos determinados y algunas veces se veía alguna lata misteriosamente abombada y con herrumbre, pero nadie era tan imbécil de comprarla. A eso ahora le llaman Clostridium botulinum, pero viene siendo lo de toda la vida. Hay que decir en favor de los imbéciles que ahora el patógeno se lo cuelan en los bares cuando les sirven un bocadillo de esas grandes latas que hace días se abrieron y que no siempre se pueden conservar indefinidamente. En Los Maños compraba "un cuarto de kilo de olivas sevillanas, otro cuarto de kilo de olivas de Aragón, doscientos gramos de almendras, doscientos gramos de avellanas" y a veces sardinas en lata. Olivas y frutos secos se compraban a granel.
También iba a por aceite cerca del Mercado de la Merced donde ahora está la Floristería Fortuño. Tenían una bomba de aceite transparente, que funcionaba por émbolo. Teníamos que llevar un recipiente (el nuestro era una garrafa forrada con una funda de plástico verde). Nos lo pesaban y creo recordar que el aceite se vendía a peso. Hubo un momento que desapareció la venta del aceite a granel y de eso tuvo la culpa el caso del aceite tóxico de colza.
También iba a por el pan. Recuerdo que pesaban la barra y si faltaba para el medio kilo o el cuarto te daban la torna. La torna podía ser un bastoncito para mí, o un trocito de coca de panadero o un chusco. Al pan iba cada día, aunque alguna vez fue mi hermano también.
De entre mis trabajos, además de los recados, también me ocupaba de la limpieza de toda la casa. Fregaba de rodillas. La casa tenía solo 65 metros cuadrados pero como fuimos 5 no lucía. El terrado quedaba 5 pisos arriba y subía cosa de 4 veces por semana para tender la ropa. Ese trasiego, para el que ha tendido ropa sabrá que excuso decir que no incluye la vuelta para ir a recoger la ropa seca. También planchaba la colada y la guardaba en su sitio.
Me gustaba mucho subir al terrado porque olía a sol y había una vista insólita o por lo menos diferente a la que teníamos a pie de calle. Entre eso de subir al terrado, lo de fregar de rodillas y lo de cargar arriba y abajo mis compras, como además saltaba a las gomas, y hacía todo corriendo, y hacía excursionismo con la Agrupació Escolta Marie Curie, y baloncesto, gocé de una salud de hierro. Bueno, o no, o no fue por eso. Pero que tenía hasta chocolatina, como se ve en la foto, es algo que no fue cosa de anabolizantes.
Además de las tareas del hogar en las temporadas de más venta y si no tenía que ir al colegio ayudaba a mi madre en su tienda. Mi madre vendió durante cuarenta años ropa de casa y yo con ella en Navidad. Despachaba y cobraba a los clientes como ella y sé lo que pueden llegar a pesar las piernas tras muchas horas de estar derecha y en apenas dos metros de espacio. Acababa tan cansada que apenas podía dormir, pero no había otro remedio. El caso es que mis amigas me envidiaban, porque como ellas pensaban que vender era la leche, como lo era en los juegos, tenía que pasármelo en grande. ¡Cuántas veces habla quien no sabe y el que sabe no habla! Pronto aprendí a callar, aunque fuera de forma imperfecta.
Al volver a pensar en las personas a las que me he referido en esta primera entrega de mis memorias de una mujer trabajadora apenas consigo recordar sus rostros. Como estantiguas sus imágenes se desvanecen. El barrio está renovado, las calles han sido trazadas casi igual pero con otros bloques y cuesta recordarlas tal y como fueron. Cuando acabó la aluminosis y empezó el plan de construcción y reubicación mi padre se adentró en las tinieblas de la enfermedad de Alzheimer. Ese panorama calidoscópico nos introdujo en la disolución por la atemporalidad y la pérdida. Como coincidió con el cambio de la peseta al euro, aún podemos dar gracias de que no hubiera enloquecido más. Descansa en paz.
Papá antes de jubilarse (pero luego también) se levantaba a las 5:30 y mientras se afeitaba cantaba Juanita Banana, la parte del "Caro nome" de Rigoletto verdiano. Nunca me molestó tal cosa. Mejor que el despertador sí era.

Yo en la playa de Castelldefels, año 1966

Yo en el apartamento de mi padrina, en Castelldefels (c. 1971)


Continuación: Post 1697: La jaula (Segunda parte), El jardín de los senderos que se bifurcan (Tercera parte), Tres manos (Cuarta parte) y Las cuentas del pasado (Quinta y última parte).

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