21.12.19

Los muertos vivientes

a llamada "cultura" visual de nuestra época debe mucho al cine, al cómic, al imaginario que nos rodea por todas partes y a los símbolos que se nos imponen casi sin darnos cuenta. La tarde del jueves estuve en el Ateneu Barcelonès y tenían en el zaguán un nacimiento cuyas figuras no eran más grandes que los dedos de una mano, pero el pesebre ─formado por unas placas de corteza de alcornoque─ era proporcionalmente bastante grande. El corcho creaba una hoquedad natural que tanto a mí como a mi acompañante sin dejar de parecernos bonita nos produjo un cierto desasosiego. Después ya en casa me recordó el cuadro conocido como "La isla de los muertos". Por eso hoy incorporo al Álbum la imagen del belén en su lado frontal y la de una de las copias del famoso cuadro de Arnold Böcklin. Hoy se puede leer en la Wikipedia: "La obra ha atraído la atención de muchas personas: Adolf Hitler, en particular, estaba obsesionado con el cuadro, una de cuyas versiones llegó a poseer. Freud, Lenin y Clemenceau, entre otros, tenían una reproducción en su oficina." Podría ser que la versión que añado, que es la que se expone en Berlín, de 1883, fuera la del dictador. 
Yo creo que ni a Lenin ni a Hitler les gustaría el tipo de letra que el art nouveau le dedicó, que es conocidísimo y que a mí, junto con el cuadro de la isla tampoco me gusta. La tipografía por ampulosa, el cuadro por ser tan obscenamente tétrico. Y ambas son imágenes que tienen el poder de perdurar en el recuerdo de quien las conoce. Se suele decir que Böcklin influyó en surrealistas como Salvador Dalí, el cual tuvo un imaginario muy personal y nunca exento de luz. Böcklin pringa perversidad y un regodeo en las tinieblas untuosas del mal y el satanismo. En la representación que fuimos a ver al Ateneu, un monólogo de Carme Samsa, se trajo el recuerdo de dos prohombres masones de Cataluña. La obra es de Antoni Strubell y en ella la gran actriz Carme Samsa desarrolla un soliloquio animado por alguna interpelación al público, donde hace un relato de su vida como sindicalista y de los hechos de la insurrección conocida como "El foc de La Bisbal" (1869), etcétera.
Pronto nos dimos cuenta de que la representación establecía un paralelismo entre aquellos tiempos de la revolución de 1868 y los tiempos actuales del Procés. Que el programa de mano tuviera un lazi y en el friso de promocionadores a Òmnium Cultural, l'Assemblea, y la Comissió de la Dignitat, que al llenarse la platea se vieran muchos símbolos amarillos, ya nos puso sobre aviso de donde nos habíamos metido. Después del monólogo la actriz entregó rosas amarillas a "descendientes" [sic] de Isabel Vila y a una familiar de Dolors Bassa, que en 2017 fue investigada por la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña por presuntos delitos de prevaricación, desobediencia al Tribunal Constitucional y malversación de caudales públicos, tras firmar el Decreto autonómico para convocar un referéndum de autodeterminación ilegal. Después hubo un coloquio al que no nos quedamos porque cuando aún no se habían entregado todas las flores abandonamos la sala.
La estética del acto y el lenguaje era acorde con lo que solemos ver y no merece la pena recabar en lo que ya se sabe, sólo para lamentarse de cómo todo está impregnado de la misma ideología  o estado de conciencia. La permeabilidad entre lo que era propiamente el monólogo y su trasposición al presente no es algo extraño al teatro. De hecho el buen teatro siempre está enriquecido con alguna morcilla sobre la actualidad y siempre es denuncia. Pero en este caso hay, como en otros casos del procés, una clara intención de propaganda.
Unas horas más tarde, ayer, emitieron en BTV "Esta tierra es mía" (Jean Renoir, 1943) y para los que aquí vivimos no resulta disparatado ver la relación del personaje que interpreta Charles Laughton como Albert Lory, el gordito cobarde y blando, y Oriol Junqueras. Incluso en sus alegatos nos resultan idénticos. Son la honestidad personificada. El cambio entre la primera clase que da Lory a los niños revoltosos y la última es emblemático de la evolución de su popularidad. Pasa de ser ridículo y miedoso a ser decidido y hasta intrépido y a recibir la admiración del curso.
De tantas imágenes unívocamente codificadas escapo con una mirada que intento limpiar de símbolos y clichés, a pesar de que ayer mismo emitieron en BTV otra película terrible, "La noche de los muertos vivientes" (George A. Romero, 1968)

Pesebre en el Ateneu Barcelonès

La isla de los muertos (Arnold Böcklin, 1883)

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