21.2.13

El valor de las palabras (2)

yer leí la columna del martes de José Luis Alvite en "La Razón", Chicle en la boca, y aunque me parecía entenderlo ("Cada día encuentro más difícil relacionarme con la gente, incluso si se trata de personas a las que de verdad aprecio") no me llegaban a cuajar del todo las ideas. Está claro que en apenas 1500 caracteres se puede hacer un despliegue de locuacidad, pero es más difícil que se tenga el tiento de clavar un tema. Solo se puede dejar el aroma o una alusión a algunas razones, poco más. Hoy me acordé de Alvite y de "Chicle en la boca" cuando comprobé que quien yo pensaba que era un señor ha abandonado mi cuenta de Twitter, eso si directamente no me ha bloqueado, como me parece. Y a pesar de que hace tiempo que peino canas, no dejan de resultarme decepcionantes estos usos y costumbres. Parecía, ya les digo, un señor educadísimo. Cada mañana hasta ayer mismo podía leer en mi TL "Buenos días, insensatos", enredado entre otros saludos que llenan el muro como un trámite insoslayable. Mira que Facebook es tonto, desmanegat, pues en mi muro nunca he visto a nadie que se le ocurra postear "Buenos días" o "Voy a pedirme una pizza".
Estos días en la prensa también se habla mucho de la alexitimia, afección que yo desconocía, que se refiere a un trastorno o a la incapacidad para expresar los sentimientos, que es literalmente lo que significa la palabra griega original. Incluso hay una escala de la alexitimia, conocida como la escala de Toronto, que permite determinar el grado de la incapacidad. Lo curioso es que en el enlace que doy la extienden a las fantasías y a los ensueños, que serían además de las palabras, otras dimensiones donde expresar nuestras emociones. Y eso, a su vez, me ha llevado a recordar que he conocido gente que no es capaz de lo que se llama visualizar algo que le propones, algo sencillo como imaginar una noche estrellada o un ramo de flores o aunque sea la lluvia. Si antes de saber de la alexitimia ya me parecía un síntoma, ahora no tengo ninguna duda. Algo no funciona bien cuando no podemos expresar lo que sentimos, no tanto como si no nos lo permitiéramos como si fuera imposible incluso fraguar en palabras lo que nos aflige o lo que nos alegra.
De todas maneras cualquiera estará dispuesto a admitir que -tenga interés o no- una de las cosas más difíciles del mundo es hablar de lo que sentimos, como si fuera un terreno para el que ni siquiera tenemos palabras, de la misma manera que nos pasaría para referirnos a los olores, a los sonidos y a cuestiones que paradójicamente son físicas, que están alejadas de los dominios mentales a los que sí  les hemos conferido funciones superiores, como el pensamiento abstracto. Y de hecho yo he visto a algunos profesionales de diversos sectores que hasta se jactan de no tener ninguna emoción, y por lo tanto de padecer un trastorno psíquico, mientras que nadie está dispuesto a reconocer que tiene limitaciones para pensar. Para pensar de verdad, no para repetir como un eco lo que ha recibido, no para predecir entre 20 o 200 posibilidades previsibles la más viable. No para quejarse. Como es natural, y perdonen que vaya de una cosa a la otra, un buen profesional tiene que prescindir de aquellos sentimientos que no son útiles para su trabajo o para su cliente, etc., pero no convertirse en una máquina despiadada.
El Debate del Estado de la Nación hubo momentos que emulaba un partido de fútbol y pronto veremos que desgañitarse se generalizará y que (metafóricamente hablando) a costa de un gol se meterán patadas. Son sentimientos, pero a una frecuencia muy baja, muy bruta, muy primitiva. Pero está claro que la metáfora futbolística no nos llevará muy lejos, sobre todo con quien ve en el deporte rey un ejercicio noble del juego, la velocidad y la fuerza. Sirva solo como apunte. Y para deslizar la comparación al hecho de que se favorece una polarización de las opiniones, cosa que tampoco es verdaderamente pensar. Opinar es una mezcla entre sentir y suponer, entre sentir y predecir, y entre sentir y gustar o insultar. El otro día hablábamos de la cobardía de las palabras y solo hoy, cuando nos faltan, podemos entender su valor.
Mientras en nuestro país ante una opinión diferente sintamos una hostilidad irracional y ese miedo acerbo y desabrido que veo en los bloqueos y demás, España será un atolladero y un carajal, un sitio donde no merece la pena vivir y mucho menos morir.

 "Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer" (Francisco de Goya, 1920)

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